No hay derecho al aborto

 

          Hay que ver el esperpento electoralista del Gobierno social-podemita de Sánchez, que es  el comunicado enviado al Gobierno de Castilla y León con ocasión de la propuesta de un consejero sobre el aborto. Ay, el aborto. Una cierta derecha hizo de él el eje de toda una ética y hasta de toda religión, y la izquierda ha hecho del mismo todo un derecho fundamental y el eje y signo de toda una política de progreso y de futuro. Ni una cosa ni otra.

El aborto voluntario no es un derecho fundamental, al carecer de calificación moral suficiente, y solo puede llamarse derecho en relación con la ley positiva de cada Estado. Dentro de un siglo, aparecerá como una vergüenza social que los contemporáneos no supimos prever, atajar o remediar; algo así como nos parece a nosotros la esclavitud o la trata de negros de siglos pasados.

La doctrina jurídica actual, de tradición liberal individualista, contempla el nasciturus como un mero bien jurídico, con cierta tutela legal, dependiente de la mujer, dependiente de su libertad, que puede expulsarlo a voluntad del sistema jurídico y biológico, con el  poder soberano de  administrar la vida y la muerte.

Con menos contemplaciones a veces que con una planta o un animal, y, no digamos, un aninal protegido.

El aborto ha llegado a ser expresión suprema de un llamado derecho femenino, de un derecho que parece separado del derecho común, como si la mujer estuviera sola en el mundo, como si el nasciturus fuera solo propiedad exclusiva de la mujer.

Cierto que en una ley ideal sobre la vida, la procreación, la familia, sería muy difícil no conceder alguna excepción  legal a ciertos estados de necesidad, a ciertas situaciones trágicas, lo que casi todo el mundo podría entender en casos de conflicto entre dos vidas, violación…

Pero no podemos dar por buerna sin más esa doctrina del mero bien jurídico dependiente, cuando ese sintagma abstracto se traduce por un ser vivo, por otro humano, que acaba siendo mera víctima del disfrute de un derecho.

Y, dejando la dimensión jurídica del caso, lo que me parece increíble en una sociedad democrática, que se fatiga cada día hablando de derechos, de ecología, de la sociedad de cuidados, de la diversidad funcional e intelectual, de la protección de los seres más frágiles y débiles de la creación…, es dar por bueno el estado actual de cosas, con millones y millones de casos de abortos legales, incluso de fetos capaces para la vida, a veces sin la más mínima reflexión crítica y autocrítica sobre tan dramática situación. ¿Cómo?: hasta dando muestras de indiferencia cuando no de satisfacción y ventura ante todo lo que sucede. Y pobre, o maldito, de quien levante la voz y ponga en duda, con cualquier  señal que sea, la normalidad, la licitud y el derecho del aborto.

No creo que a tales progresistas insensibles les conmueva ni mucho ni poco que les digan que los más perjudicados son los no nacidos pobres, y las mujeres no nacidas; que el aborto ciega la sensibilidad de las personas; que es el signo del individualismo más posesivo, o el impedimento supremo para una nueva civilización…

Pero nadie podrá negar el cinismo existente en una sociedad, que quiere cararacterizarse por su compromiso social y político en la universalización del respeto de la vida humana, y se abstiene, como mínimo, de reaccionar, de una u otra forma, ante la producción social de la muerte masiva de seres que podrían haber vivido.

No creo que esa pasividad social, esa indiferencia, esa quasi aceptación de ese mal, o desgracia, sufrimiento o fracaso -que todo eso suele reconocerse en el aborto-, de ese abandono a su suerte, a la extinción, a la muerte, de los sujetos más frágiles, dependientes e inhábiles, sea muy coherente con el horizonte utópico, impulsor, de la dignificación y protección de todas las vidas de la creación; de esa universalización de la vida plena, que es, hoy en día, el santo y seña de las sociedades, que llamamos más avanzadas, progresivas, democráticas y humanistas.