“Los teólogos ya no van a la hoguera”

 

           Este título encabeza uno de los últimos números de una revista tan seria como VN. Lo que quiere decir que, corridos los velos del luto pontificio, volvemos a la vida normal, donde se cuentan las cosas tales como sucedieron.

La buena noticia es que en esta última década no ha ha habido amonestación pública alguna a teólogos y moralistas católicos por parte del nuevo Dicasterio (antigua Congregación, que dejó de ser sagrada ya con Juan Pablo II) de la Doctrina de la Fe. En el severo y hermoso Palazzo del Santo Uffizio priva ahora el diálogo con los investigadores y profesores por encima de la amonestación, la convocatoria disciplinar y los castigos varios, y se prefiere que las Iglesias locales no eleven las discrepancias a conflictos de alcance global.

En marzo de 2017 ocurrió la última amonestación a la religiosa norteamericana A. Farley, de las HH de la Misericordia por su libro sobre cuestiones de moral sexual, aunque no se le impusieran sanciones. Pero a ello siguió la polémica y desgraciada intervención del Vaticano de la Conferencia de Superioras Mayores de Estados Unidos de América, conflicto estruendoso entre los obispos católicos y las superioras religiosas, que acabó en tablas en 1915, ya en tiempos del papa  Francisco, y con muchas deserciones en los conventos.

Fue Juan Pablo II quien comenzó en abril de 1979l as amonestaciones oficiales,  teniendo como prefecto de la entonces Congregación al cardenal croata F. Seper. La primera víctima fue el dominico francés J. Pohier, al que siguieron el teólogo moralista norteamericano A. Kosnik; el sacerdote suizo Hans Küng (con remoción de su cátedra); el dominico belga E. Schillebeechk. El 25 de noviembre de 1981 el teólogo alemán del Concilio, J. Ratzinger sustituyó a Seper en la Congregación. Ante ella fue convocado de nuevo el teólogo belga; el franciscano L. Boff (con remoción de cátedra  y prohibición de predicar y publicar libros) y, el caso más escandaloso de todos, el eminente moralista redentorista holandés, Bernard Häring, icono del Alphonsianum de Roma, varias veces llamado a capítulo, que escribió primero un artículo resonante y luego un libro contra tales prácticas inquisitoriales, y llegó a afirmar que prefería encontrarse ante un tribunal de Hitler que presentarse otra vez ante el Santo Oficio. El mismo moralista acompañó ante el tribunal romano a otro colega en la misma Academia Alfonsiana, el teólogo norteamericano Ch. Curran, que fue separado de la misma. A este siguió de nuevo el dominico belga -una de las cimas de la  teología europea-; los teólogos oblatos A. Guindon, norteamericano, y T. Balasuriya, sacerdote de Sri Lanka (directamente excomulgado en 1997, aunque reconciliado un año más tarde); la obra del fallecido jesuita A. de Melo; la religiosa norteamericana J. Gramik y el salvatoriano R. Nugent (a quien se le prohibió cualquier cargo y ejercicio pastoral); el austríaco R. Messner; el jesuita francés J. Depuis; el redentorista español, discípulo de Häring y  profesor como él en Roma, M. Vidal, y el jesuita norteamericano R. Haight (con remoción de cátedra). Seguramente  me dejo algunos más.

Ya como papa Benedicto XVI, y con el prefecto americano W. Levada en la Congregación, la amonestación cayó sobre el célebre teólogo español-salvadoreño J. Sobrino en 2006, con la prohibición de enseñar y de publicar, pero el intrépido jesuita, avezado a mayores peligros, no hizo caso alguno de la sanción.

De entre los españoles en España, y dejando algunas amonestaciones más suaves hechas por la Comisión teológica de la Conferencia Episcopal Española, a teólogos, conocidos como el gallego Torres Queiruga y el vasco José Antonio Pagola, es lamentable el caso de los profesores jesuitas de la Facultad de Granada,  J. M. Castillo y J. A. Estada, destituidos en 1988  de sus cátedras por la presión de la Congregación de Roma y  de la CEE., sin capacidad alguna de defenderse.

A este triste período de la Iglesia, glorioso en otros aspectos, el príncipe de la teología católica del siglo XX, el jesuita alemán Karl Rahner, por algo  lo llamó el invierno de la Iglesia.