Del Castejón en Falces a San Mauricio en Funes

 

                 Está una mañana preprimaveral, después de una quincena con temperaturas bajo cero, que han retrasado la floración, blanca y sonrosada, de los almendros, que nos acompañan hasta la entrada de Falces, que tiene antes de su entrada un polígono industrial y un feo silo de almacenamiento.

Atravesamos todo el barrio bajo, junto al río, llegamos al inmenso cementerio, con muchos cipreses, bajo una colina pinosa, y, equivocados, nos vamos, entre olivares bajos y viñas altas, hasta la cabaña de Arriazu, en término de El Común, ahora rehecha en forma piramidal. Almorzamos cerca contemplando la belleza sinfónica de la Sierrra, una serie armónica de quebradas y cabezos, que va desde el Alto del Chorro y llega hasta el mismísimo pueblo de Lerín, que hace de escarpe final occidental. Hacen un bonito juego con las dos espaldas montañosas, también simétricas, pero más breves que embellecen a Peralta.

Hemos ido demasiado lejos, pues el castro que buscamos, llamado Castejón, está más cerca del pueblo: un espolón de terraza encima del Arga, entre 322 y 332 metros de altitud, y algo más de 6.000 metros cuadrados de superficie. Lo identificamos pronto por el almendral florido, encima del primer foso, al poniente del poblado, y que un día fue probablemente el recinto exterior o económico del mismo. Bajamos primero, pasando por un estrecho congosto, barranco en días de lluvia, entre dos escarpes, hasta el río para verlo mejor. Y justo debajo del espolón hay una finca con 56 vacas, que ocupa también un cerro paralelo al castro, y hasta cuenta con una pequeña plaza de toros artificial. Tenemos la suerte de encontrar al dueño de la misma, que anda preparando una próxima capea de jóvenes y está contento porque este año van a correr sus vacas en el célebre encierro del Pilón. Pero de castros no sabe nada, ni siquiera el nombre del mismo, y al preguntarle sobre el castro La Atalaya, lo confunde con la Atalaya de Peralta.

Sabéis del pueblo más que yo.

Vueltos al almendral, subimos por un sendero angular de cabras hasta la cima, un rasillo semitriangular, poblado de sisallos y manzanillas, bien defendido por las pendientes naturales por todas partes, excepto por la parte O, donde se levantó la larga muralla, hoy convertida en un bien visible derrumbe de piedras y tierras, a varios metros encima del almendral. Aquí encontró Armendáriz  cerámicas celtibéricas, un fragmento de cerámica campaniense y un as ibérico de la ceca de Barscunes. El alcalde Jesús María Sanz consiguió que los dos espacios quedaran libres de cultivo. Solo queda el almendral, todavía parcialmente florido, pero abandonado y enmarañado con un espeso matorral de agavanzos o rosales de burro. El ocaso de este poblado celtibérico debió de ser violento, en la primera mitad del siglo I a.C., pues se encontró un cierto nivel ceniciento de incendio con grandes fragmentos de cerámica. Por fortuna, hace años se cerró la escombrera, que ocupaba la parte alta occidental del castro, aunque aún quedan algunos residuos debajo del primer foso.

Elegimos para el almuerzo un banco de piedra, en el extremo de uno de los muchos olivares nuevos, en espaldera, que bordean el río Arga, sobre el que revuela una banda de jilgueros. Un almendro nos da sus flores más que sombra, En el río nadan unos patos y de vez en cuando uno de ellos  remonta el vuelo y se aleja aguas abajo. También vemos dos cigüeñas, separadas, dentro del agua .

Por la tarde, tras tomar un café en la terraza del primer bar que encontramos a la entrada de la villa, pasamos al otro lado del Arga y por la carretera de Artajona nos acercamos al castro llamado La Atalaya, no lejos de la villa romana de los Villares. A sus pies, corre el barranco Palamura, prieto de carrizos. El cerro tiene toda la pinta de un castro. Es algo más alto que el anterior: 365-371 metros, y menos amplio (4.500 metros cuadrados). Pero muy anterior, tal vez desde el Bronce  o Hierro Antiguo. Un escarpe de piedra hace de muro natural al O y una muralla artificial de piedra y tierra lo resguarda al E. Aún quedan restos de una torre circular medieval, tal vez arábiga, que aprovechó materiales antiguos. Buen observatorio que domina los valles del Cidacos, del Arga y del Aragón. En el poblado se encontraron muchas cerámicas manufacturadas, molinos barquiformes y percutores en piedra.

Todavía tenemos tiempo para llegarnos hasta Funes, en busca del último castro de esta tarde. Pasamos el puente sobre el Arga y nos metemos en ese segundo Funes o Funes B, lleno de casas, calles, fábricas, naves, huertas, campos de labor. Preguntamos por el término de San Mauricio. Un paisano mayor nos remite a la próxima Cooperativa, pero preguntamos antes a una pareja de jubilados. No conocen el castro como tal, pero sí el nombre del término, que debe su nombre a una ermita antigua, que ni siquiera consta en el libro clásico de Ermitas de Navarra, y de la que ellos tampoco han oído hablar. Fue un poblado de Hierro Antiguo, montado sobre un tell, o montículo, a 280-84 metros de altitud y una superficie de 6.500 metros cuadrados, en plena llanura aluvial, donde nuestro amigo arqueólogo halló unas pocas cerámicas manufacturas y un molino barquiforme. Nuestro interlocutor funesino, por cierto, no aparece muy entusiasta con las famosas obras de cambio y reparación de las antiguas madres del río, únicas en España, que las tenemos muy cercanas, y que no acaban de terminar.  Les digo cómo el viejo poblado fue convertido en regadío en lo años sesenta, y me dice él que eso sí que no, que, si eso fuera, él se acordaría bien; que debió de ser antes. Nos indica la dirección: más cerca de Peralta. Pero damos vueltas y vueltas y no lo encontramos. El terreno, ovalado, fue allanado, pero aquí y a estas horas es tarea ardua identificarlo. Tal vez es ahora un habar o un campo de cebada.

Ya casi no se ven ni las flores de los almendros.