(Jn 20, 1-10)
El evangelista Juan
escribe en las décadas primeras del siglo segundo
y no depende de sus tres predecesores,
los llamados Sinópticos.
El primer día de la semana,
cuando todavía estaba oscuro,
va María Magdalena,
de madrugada, al sepulcro.
Al ver la piedra quitada de la tumba,
echa a correr
y llega a donde Pedro y el discípulo amado de Jesús:
-Se han llevado del sepulcro al Señor
y no sabemos dónde le han puesto.
(Juan pone atención tan solo en María Magdalena,
cifra y símbolo de las discípulas.
Ella, por sí misma, avisa a los discípulos
de lo que ella sola acaba de ver).
Salen Pedro y el discípulo amado de Jesús
Este corre más que Pedro y llega antes que él.
Ve los lienzos en el suelo, pero no quiere entrar.
Llega Pedro, entra y ve
los lienzos, y el sudario que cubrió su cabeza,
plegado en lugar aparte.
Entra entonces tras él su compañero,
ve y cree.
Hasta entonces no habían comprendido
que, según la Escritura,
Jesús debía resucitar de entre los muertos.
(Pedro representa aquí la situación real
de los discípulos joánicos,
mientras el singular y anónimo discípulo amado de Jesús
es el discípulo ideal,
el modelo de los discípulos:
corre más,
llega antes,
sabe esperar al mayo de entre ellos,
entra y ve,
ve y cree).