Ayer, por la tarde, en esa joya románico-gótica, que es la iglesia de San Miguel de Estella, celebramos el funeral de Jesús Azanza Imaz, prestigioso abogado estellés. Fuimos amigos desde los 11 años en el Seminario de Pamplona. Fuimos juntos a Comillas, al terminar los tres años de Filosofía, donde se hicieron amigas nuestras madres. Juntos estuvimos, en los primeros sesenta, como profesores en el Colegio Diocesano de S. M. del Puy de Estella, que él compaginaba con las parroquias de Villamayor y Arbeiza, primero, y de Villatuerta después. Años adelante, siendo párroco de esta última, me acogió unos días, en los que me buscaban para llevarme a la sombra. Era proverbial en él su vitalidad, su bonhomía, su buen humor, su propensión a la broma y al chiste. Era el oppositum per diametrum del apodo de su casa –Mal temple-, que le venía de lejos, no sé si de su abuelo, ex alcalde de Estella, o de dónde y desde cuándo.
Se secularizó después y casó con una mujer admirable, tuvo tres hijos y varias nietas, de las que se enorgullecía mucho, y a las que les hice unas letrillas. Pongo entre comillas el verbo secularizar, porque Jesús, al contrario de la mayoría de los clérigos que hicieron como él, nunca quiso dejar de ser sacerdote; tomó a pechos la doctrina de San Agustín sobre el carácter indeleble del sacerdocio, formó durante años una pequeña comunidad, de las que fue pastor, consejero y amigo, y defendió a capa y espada, más con la primera que con la segunda, su opción.
En conversaciones personales y en reuniones de curso -el «Aquilón»- tuvimos nuestras diferencias y discrepancias en tema tan sensible, donde la doctrina se mezcla con el método, la forma con el fondo, el ideal con la prudencia, la fidelidad con el sentido común. Sufrió algunos malos momentos, pero salió airoso de la aventura. La homilía de ayer, en boca del actual párroco de Villatuerta, es la mejor confirmación. Para unos un rebelde, para otros un precursor, él solía presumir de ser más estimado y querido `por los ateos y los agnósticos que por los creyentes, cuando lo cierto es que fue muy querido por una gran mayoría.
Mejor que nadie lo saben los feligreses de los pueblos donde evangelizó. Las muchas gentes a las que ayudó desde su despachó laboral, o las personas con discapacidad intelectual, a las que protegió desde la Fundación Tutelar Navarra, de la que fue patrono durante muchos años.
Hombre de firmes convicciones políticas, y siempre prudente por su doble profesión, le puso en aprieto un buen día a su paisano y colega Manuel Irujo hablando sobre el futuro de Navarra, imposible según él con la teoría peneuvista. Lo contó en un curioso escrito que me lo envió en su día. Porque tenía también afición a escribir, y escribía muy bien artículos sobre temas populares y costumbristas -publicados algunos en revistas-, llenos de viveza y gracejo. Solía yo animarle a hacer una antología de sus trabajos para poder editarlos después.
Meses antes de su muerte, su hija Noemí me llamó para que viera a su padre todavía con todas sus facultades activas. Fui con un amigo de curso y fue un encuentro inolvidable con toda la familia. Repasamos con mucho realismo y humor, nuestras vidas, desde nuestra niñez, y la tarde devino un canto a la fe, a la vida y, en definitiva, a la gloria y misericordia de Dios. El que acaba de acogerle.