El vicio, el sucio vicio de insultar, de denostar, de despreciar, de apabullar al otro, considerado y tenido por inferior, por extraño, por ajeno, por odioso, por enemigo, es un viejo vicio, muy anterior a la existencia, a la llegada y a la actuación del futbolista brasileño Vinicio.
Cuando pinta la ocasión de hacerlo anónimamente, cobardemente, sin dar la cara y sin responsabilidad alguna, los casos se multiplican hasta el infinito. Tal ocurre en los campos de fútbol o en cualquier espacio multitudinario. ¡Qué no habrán vomitado, con música y sin música, antes, durante y después de muchos partidos, y no solo desde las filas de los Ultra Sur e Indar Gorri, muchas gargantas, no sólo nutridas por el alcohol y la droga, contra los deportistas del equipo contrario, contra sus directivos, contra los árbitros, contra las autoridades locales y nacionales, contra símbolos políticos o religiosos…
¡Y nunca pasaba nada!
Aun ahora, algunos moralistas del dos al cuarto hasta nos distinguen entre insultos standar -¡los admitidos por todos!- y los genuinamente racistas: negro, mono..., para justificar lo injustificable.
Ojalá que desde lo ocurrido en Valencia con el brasileño, seamos también intolerantes con lo intolerable y los intolerables, y comencemos a suspender partidos, a expulsar de los estadios a los energúmenos, a restar puntos a los falsos tolerantes…
Los insultos, las pullas, los improperios, los vituperios, las injurias, los dicterios, las invectivas… no son sino especies, mayores o menores, del desprecio, del odio, del homicidio, del crimen. Y, desde el mero punto de vista cívico, de la falta de civilización.
!Y estamos acostumbrados a que nunca pase nada!