Este verano, dejó la insoportable levedad de su ser corpóreo el gran novelista checo, nacionalizado francés, Milan Kundera. En uno de sus ensayos nos había contado cómo el ateísmo provocador y risueño de la primera juventud, durante los años negros del comunismo, se disipó como una tontería adolescente, al ver a cristianos reprimidos en su país, a los que llegó a acompañar a misa. Sin que por eso se convenciese de que Dios dirija nuestros destinos:
–En el fondo, ¿qué podía yo saber? Y ellos ¿qué podían saber? ¿Estaban seguros de estar seguros? Estaba sentad en una iglesia con la extraña y feliz sensación de que mi falta de fe y la fe de ellos, curiosamente, se parecían mucho?
En su novela más conocida, La insoportable levedad del ser, vuelve sobre esa misma relación:
–En el mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creo al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado al hombre el dominio de otros seres. Mas bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo que había usurpado.
Y en otro lugar:
-Dios les dio a los hombres la libertad, y por eso podemos suponer que al fin y al cabo no es responsable de los crímenes humanos. Pero el único responsable de la mierda -[¡ese vocablo tan francés!]- es aquel que creó al hombre.
De eso versa precisamente mi dramático poema Coronavirus.
Kundera miraba unas veces al suelo y otras al cielo. A la miseria de este mundo y a la genuina búsqueda de la belleza, de la libertad, la justicia, el amor…, que son todo menos basura. Al hombre y a Dios, a veces contrapuestos, a veces hermanados. En la levedad y, al mismo tiempo, gravedad del ser.