Fue lo más mezquino, lo más bajo, lo más despreciable de todo el largo discursorio de la investidura. ¡Y mira que hubo muestras de sobra! La carcajada del presidente en funciones, en funciones de malo de la película, la carcajada del malvado. La carcajada del cínico que se ríe -el enemigo en este caso es lo de menos- de que pueda haber, no de que haya habido -que eso no se lo cree- alguien en el mundo que tenga principios morales, o, si se quiere, político-morales, imbatibles, inderogables, insuperables, que a cualquier hora y en cualquier lugar, obliguen a un hombre recto y justo a renunciar a cualquier cosa preciada: riqueza, amores, honores…, incluso la presidencia de cualquier Gobierno, por apetecible que sea.
Era, sin conciencia plena de lo que hacía y de lo que decía, porque esto en estos personajes es imposible, la carcajada del amoralismo, de esa esa falta total de escrúpulos encarnada en un hombre, que solo busca el poder, por todos los medios, por cualquier medio, como estaba, por otra parte, demostrándolo con su discurso.