Una misa en latín donde menos lo esperaba

 

               Fue el ultimo domingo del año, dedicado a la Sagrada Familia. No era la primera vez que visitaba el Oratorio de San Felipe Neri en Cádiz, donde tuvieron lugar la mayoría de las sesiones de las Cortes de Cádiz, que redactaron la Constitución del 18 de marzo de 1812, la Pepa, por la víspera de la fiesta de san José. Contiguo a ella está el Centro de Interpretación de esa misma Constitución.

Mientras se acomodaba la veintena de personas que acudían a la misa del domingo, contemplé la Inmaculada Concepción, una de las mejores  de Murillo, que preside el altar mayor, y la capilla del Sagrario, de los hermanos Schiaffino, obra cumbre de la escuela gaditano-genovesa.

Me extrañó la presencia en primera fila de una señora rubia, de media edad, con mantilla, que parecía tener mano alta en el sitio, y un señor de prestante figura que nos repartía  el ordinario de la misa en castellano. Un clérigo, de rostro pálido y ligero de carnes, con un fajín ceñido a su sotana iba y venía entre los asistentes, de distinta condición al parecer; sobresalía un matrimonio joven, con ropa deportiva moderna y cuatro hijos, de diez años para abajo, dos de ellos con unas raquetas de  tenis en las manos, y una pequeña rubia, que no dejó un minuto en paz a su madre durante toda la celebración, resignada a tener en una mano el folleto y con la otra controlar, como podía, a su cría, mientras el padre permanecía en el otro extremo familiar, impávido y ajeno a las circunstancias.

Ay Dios mío, sonó de pronto una campanilla y vi salir de la sacristía al clérigo de marras, con alba, casulla, estola y manípulo, y comenzó a decir en latín, de espaldas al parvo público que le respaldaba -nunca mejor dicha la palabra- , a pie del altar aquellas frases, a las que nosotros los monaguillos  de entonces  teníamos también que aprender de memoria, para contestar dignamente y ganarnos el puesto en la iglesia de nuestro pueblo:

Introibo ad altare Dei…

Y así… hasta el Ite, missa est. Siempre de espaldas, excepto cuando, de vez en cuando se volvía con un ¡Dominus vobiscum!, al que apenas respondía la exigua feligresía, que no parecía tampoco curtida en estas lides litúrgicas o tenía tan poca voz como el clérigo despaddascelebrante.  La señora de la mantilla entonó al menos el Kirie y el Gloria de la ma misa de Angelis, y eso ya fue algo. Después yo pensaba que, al menos, la epístola y el evangelio serían recitados en la lengua vulgar de Cádiz, que, por cierto, tiene fama de salerosa y chispeante. Pues…, tampoco. Cuando, después de varias idas y venidas por el altar, genuflexiones e inclinaciones profundas, llegó la hora del sermón, el clérigo en cuestión se puso en medio del altar, se caló un bonete con una borla azul y nos leyó el sermón tradicional abstracto de los deberes familiares a ejemplo de la Sagrada Familia, que hubiera predicado otro clérigo del siglo XVII o de varios siglos anteriores.

Una vez quitado el bonete, y cantado el Credo, dirigido por la mantillada, el clérigo se centró en medio del altar, multiplicando inclinaciones y genuflexiones. El monaguillo, adulto en esta ocasión, era experto en el arte de la campanilla y lo ejerció con frecuencia y maestría. ¿Para motivarnos? ¿Para despertarnos? Como era de esperar, a la hora de la comunión, los comulgantes se inclinaron en un reclinatorio y les fue dada a cada uno la Sagrada Forma en la boca, teniendo el monaguillo adulto bien firme la bandeja debajo de nuestra barba por si acaso.

Al dar a besar al Niño, solo el Adeste fideles, himno en latín, salió de la boca de la dirigente musical. Creo que durante la comunión, otro canto mariano en latín resonó en aquel histórico lugar.

Parece mentira que yo escriba estas cosas, que las viví en primera persona desde los seis años, que las vivieron mis padres y abuelos con reverente devoción, y cristianos de todo origen y cultura, desde siglos; que las vivieron los redactores, clérigos y laicos que redactaron la Constitución de Cádiz, y que las han vivido santos y sabios de toda condición hasta el Concilio Vaticano II… Supongo que en las misas solemnes a las que asistieron los diputados de todas las Españas presentes en Cádiz durante la redacción del texto constitucional, la música jugó un papel importante, como jugó en nuestros pequeños pueblos, donde el coro solía entretener y reforzar la celebración, misteriosa a espaldas de la gente y en un lenguaje ininteligible. Recordemos las misas compuestas por Mozart para el príncipe eclesiástico a quien servía.

Pues, sabiendo todo eso, tal es la profunda extrañeza, e iba a decir repulsión, que me produjo en ese 31 de diciembre de 2023 esa celebración, esta vez sin  coro musical, durante siglos habitual y frecuentada, pero hoy extraña, lejana, aburrida, desconcertante, absurda, intolerable.

Dejo de decir el nombre del Instituto, que no es de fundación española. favorable a la liturgia tridentina, al que pertenece el clérigo celebrante, celoso sin duda, porque no quiero sacar de quicio las cosas. Y me pregunto si esa concesión de Benedicto XVI a los católicos más tradicionales, ya recortada por su sucesor, tiene ya algún sentido en la sociedad actual, donde todo es poco para atraer a los fieles a celebrar de la manera más viva y plena la fe de nuestro padres, contando con todos los medios favorables a nuestro alcance.

Me sorprendí a mi mismo. No imaginé que, después de tantos años, el retraso de nuestra Iglesia a la hora de adaptarse a los signos de los tiempos, durante tanto tiempo, me iba a parecer tan intenso, tan indignante,