Castros de Legarda y Muruzabal (I)

 

                     Tras una tarde de lluvias intensas, el campo de  Valdizarbe es esta mañana de febrero una alargada sonrisa verde que agradece la bendición directa y paternal del sol.  Yendo más allá de Legarda, pasamos por el puente que nos lleva al otro lado de la autopista del Camino, y sabiendo que la emita de Santa Bárbara ocupa hoy el lugar que ocupó el castro llamado Murubil (muro o fortín redondo), enseguida damos con él. Es de esos castros que llamamos de libro: cuatro escaleras desde el sur: tres bancales, que equivalen a los fosos del viejo poblado, y, arriba, como una paloma cándida y quieta, la ermita actual, a la que acuden en romería, el día de San Isidro, las buenas gentes de Legarda.

Antes de estudiar el acceso nos sacamos unas fotos junto a unos almendros en flor en los ribazos de unas tierra de cereal. Embajadores de la diosa Primavera en pleno invierno, tienen esa albura tan pura, que no parecen de este mundo, sino de un mundo de hadas. El GPS nos indica un camino  claro que va a la ermita, pero un letrero nos prohíbe el paso. Tomamos otro en contraria dirección, pero el único paisano que encontramos en toda el recorrido nos dice que vamos equivocados, y que a la prohibición no le hace caso nadie. Por lo que nosotros, conscientes de nuestra misión científica, estética y devocional, nos la saltamos también, pero por poco tiempo, porque un trozo del camino de carros está encharcado  e imposible para un coche como el nuestro.

Avanzamos por un camino bastante cómodo, a ratos fijado con trozos menudos de teja y de cerámicas caseras, sobre un vallecico ocupado por herbales bien crecidos. Abundan las verónicas y grandes margaritas y los primeros botones de oro. Hasta aquí llegó el incendio que abrasó el valle hace dos veranos, y en las orillas del camino y en las laderas septentrionales del espigón que sostiene al castro todo el encinar-chaparral es un funeral de troncos y ramajes. Por los orillos de una vasta pieza labrada hace tiempo, pero no sembrada, llegamos hasta la ermita, alta de 493 metros, sencilla y rectangular, sin espadaña ni campana ni título alguno, durante mucho tiempo abandonada, ahora reconstruida y caleada, con unos asientos bajos de madera en su flanco meridional, junto a la puerta. Mientras descansamos un poco, dos perdices, bien nutridas, a unos pocos metros de distancia, corren hacia abajo como sabiendo a dónde van.

El viejo terreno del poblado es un espigón de piedra y tierra, redondeado sobre el barranco del Pardo, sin resto ya de muralla, y perdido, al parecer, cualquier resto estratigráfico por la roturación del terreno, la existencia de alguna cantera y la construcción de la ermita. Armendáriz encontró sobre el terreno los sólitos molinos de mano y las sólitas cerámicas. Sólo los relevantes bancales, como balcones geórgicos al sur, dan testimonio de lo que un día fue. A 900 metros de aquí, cuando la construcción de la autopista, hace quince años, se encontraron restos de una villa romana -término de Mandalor-, que después fueron sepultados:  lo que hace probable que los habitantes del castro hubieran bajado al llano en época romana y hubieran poblado el actual lugar de Legarda. El resto del monte que termina en el espigón es una sucesión de altos, algunos redondeados, bien defendidos naturalmente, que podrían ser poblados antiguos sin demasiada dificultad.

Los caseríos cercanos de Legarda y Uterga semejan dos rebañitos barcinos pastoreados por el cayado de piedra de  las dos iglesias. Pasada la torre eclesial de Adiós, la torre civil de Olcoz se deja ver en la raya del horizonte. La sierra del Perdón es  a esta hora toda azul amatista, y parece tan tranquila y armónica como la piedra preciosa. El sol les arranca fulgores a unas caserías a sus pies, que no sabemos identificar. Desde este lugar privilegiado,  que lo fue también en tiempos de vascones y celtíberos, se veían  bien los castros, amigos o enemigos de San Martín y Gazteluzar/Alto de los Fosos (Añorbe), así como Alburuz (Puente la Reina). Y, con un poco de suerte, La Nobla de Enériz.