Los castros de Legarda y Muruzabal (y II)

 

                           A la luz del sol y de los almendros nos quedamos a yantar.  La caricia permanente de un vientecillo suave y fresco es una caricia materna. No cambiaríamos este lugar, esta apacibilidad, esta beatitud por el  mejor restaurante del mundo. Solo al final de nuestro rústico refrigerio pasa un coche que se adentra en el monte. Y el silencio guarda nuestra siesta fáunica.

Pasada la autopista, tenemos cerca Muruzabal, que, como su nombre latino-vasco indica, fue  una muralla amplia, un fortín grande, un poblado fortificado, que todo eso quiere decir. No sabemos si anterior o posterior al castro Murundigain  que vamos buscando. Si nos atenemos a la etimología, la amplitud que denota el primero lo haría apto para merecer el destino ulterior de los habitantes del segundo. 

Pueblo ya conocido por mis visitas anteriores, Muruzabal fue una antigua villa de señorío realengo, que el rey Carlos III, el Noble, incluyó, el año 1407, en el vizcondado instituido a favor de su hermano Leonel. Los mariscales de Navarra se llamaban también vizcondes de Muruzabal. Es uno de los pueblos de Valdizarbe que mejor ha resistido la despoblación, aunque también aquí ha sido mucha. En los extremos del caserío antiguo han crecido las nuevas villas o quintas, además de la nueva casa consistorial. Pero el caserío tiene aquí poco de medieval: está holgadamente extendido, con casas exentas o agrupación de varias viviendas, huertos y apenas calles seguidas. Por institución en 1897 de Dominica Pérez Tafalla -a la que dedican un monumento delante de  la bella iglesia del XIV-XVII las casadas, las viudas y las solteras de la villa- se levantó en el lugar un asilo de ancianos y escuelas de niños y niñas a cargo de las Hermanas de la Caridad.  El asilo es hoy la prestigiosa residencia Betania, con un clásico jardín cercano. El palacio, del siglo XVII, ahora en obras, fue casa solar de los Juániz de Muruzabal, nombrado uno de ellos marqués de Zabalegui en 1691.

A Muruzabal pertenece la iglesia románica de Eunate, a la que apuntan varios indicadores.

A un tiro de vieja ballesta, al sur de la villa, dan nuestros ojos con una estampa de castro más clásica aún que la que acabamos de ver en el Murubil de Legarda. Un cono casi perfecto con dos fosos perfectos casi, y un pino cimero, sin quemar. Porque hasta aquí llegó también el fuego del verano de  2022, que quemó todos los almendros de la falda baja del poblado primitivo y casi todos los pinos que se yerguen en los fosos-bancales del mismo. Lo descubrieron los hermanos Beguiristáin, de Obanos, y lo estudiaron después Castiella y Armendáriz. Es un típico cerro  testigo, alto de 436 m., con una superficie de 9.150 metros cuadrados en dos espacios bien distinguidos, donde se encontraron molinos de mano barquiformes y cerámicas manufacturadas y celtibéricas. Seguramente antes de la época romana, sus ocupantes se fueron al poblado más espacioso que se esconde bajo la villa actual.

El fuego reciente  abrasó igualmente los parrales, los olivos y los frutales plantados a lo largo del primer foso-bancal. Los rebrotes de los olivos parecen querer continuar viviendo.

Se retiró temprano el viento fresco y soleado. Los ziapes (brassica juncea) pujan con fuerza en todos los ribazos. Y la tarde parece cansada de tanto adelanto primaveral.