Al comienzo de la vida monástica, en un entorno desértico hostil, los monjes nunca dudaron en ser hospitalarios. En tiempos de San Benito la cosa no era tan cómoda: la distinción de clase era muy grande, y los huéspedes muy diferentes. Pero todos sabían que, si Cristo los visitaba, estaría entre los pobres . De modo que el ideal seguía en pie: tratad a todos como si fueran Cristo.
Hoy en día los grandes enemigos de una hospitalidad universal como esa son el estar siempre ocupados, el miedo y el profesionalismo.
No tener tiempo (para otros) significa muchas veces, a veces casi siempre, una vida muy particular, cerrada al exterior, egoísta, reconcentrada en uno mismo y ajena sobre todo a las necesidades de los otros, que suelen ser los demás.
El miedo a la violencia y a la intrusión es natural, y más en ciertos lugares y tiempos, donde toda cautela es poca, pero a menudo el miedo es todo lo contrario a la apertura y generosidad para con los que necesitan la normal coexistencia y convivencia.
El profesionalismo, que indica un alto grado de civilización en el mundo de los servicios sociales y de la salud pública, no puede ser una cerrazón obligada ante todo desconocido, forastero o extranjero.
La hospitalidad, ejemplar también en no pocos casos dentro de nuestro mundo actual, sigue siendo una virtud, un arte y una escuela de vida. De buenas personas y de almas grandes.