Entrado el mes de junio, a los días placenteros de mayo nos han sucedido unos días de grandes calores que, por ser los primeros, agotan más. Hoy el cielo está entero, sin una nube, como en los cielos de la cúpulas de los altares de lo santos.
Por ser el más fácil de encontrar, vamos hasta el castro Gazteluzar-Irurbe, al oriente del concejo de Solchaga, municipio de Olóriz. En el lugar ocupa la ermita que el ermitaño fray Juan de Recari informó a los vecinos en mayo de 1580 haberla edificado con título de la Exaltación de la Santa Cruz, en la que pensaba ejercitar vida solitaria, con la limosna de la buena gente i con su trabajo, como reza una tira de octosílabos, asonantados los pares, grabados en piedra arenisca encima de la puerta de entrada en torno a una gran cruz potenzada sobre una pequeña calavera. Para la ermita se aprovecharon elementos del castro. Hasta ella llegué en romería, poco después que hubiera sido restaurada el año 1985, se construyeran las escaleras en el flanco occidental del foso rampa del poblado prerromano, se mejoraran los accesos y se explanara el terreno con fines recreativos. Todo lo cual deterioró seriamente la estratigrafía del castro.
El castro fue habitado en el Hierro Antiguo hasta el Final. A una altura de 752 metros, ocupó, al parecer, una superficie de 8.500 metros cuadrados, a 700 metros del barranco Leoz, uno de los arroyos afluentes del Cidacos, que los arrastra hasta el río Aragón. En la cima amesetada de un espeso monte mixto mediterráneo -encinares, quejigales, coscojares y enebrales-, el resto más importante del poblado primitivo son algunos fragmentos de muralla de sillarejo a seco en todo el perímetro. Es un buen punto de vista y de vigilancia sobre el corredor del Cidacos y sobre el piedemonte de la Sierra de Alaiz.
En su entorno se encontraron unas pocas muestras de cerámicas manufacturada y celtibéricas y unos pocos molinos de mano.
Antes de volver al castro, llamado también simplemente Gazteluzar, en términos de Oricin, que hemos identificado al pasar, y como el calor ha remitido mucho y sopla ahora un cierzo potente, que anuncia la Dana que se nos viene encima, nos empeñamos en encontrar el otro castro de Oricin, llamado El Castillo, pero erramos el tiro visual y pasamos un buen rato en torno a un promontorio encinoso en medio de un campo de arvejas y otro de girasoles, que no acaba de convencernos. Vemos, sí, muchas piedras en los márgenes, y a a veces montones de piedras, pero no parece que sean restos de torres angulares de defensa, sino probablemente traídas durante siglos por los agricultores de los campos de labor. En las ezpuendas que lindan con la carretera, se levantan, junto a las avenas locas y las cebadillas, unos cardos marianos (sylbum marianum), que, además de llevar en sus hojas y en sus copas la leyenda de la Virgen María, fueron recomendados como benefactores medicinales por Plinio, Dioscórides y Paracelso. Por eso quizás están tan altos, más altos que nunca. Tal vez agradecidos, tal vez provocadores.