(Mc 8, 27-35;14, 62; Mt 16, 13-20; Lc 9,, 18-21; Jn 6, 67-71)
En el salmo 17 de los Salmos de Salomón
se invoca a un enviado de Dios,
denominado Mesías (Ungido por Él),
el verdadero Hijo de David, elegido del Señor,
que reunirá todo Israel en una nación santa.
Será juez de todas las tribus
y exterminará a todos los enemigos y pecadores con su palabra.
Bienaventurados serán los que vivan ese día
y vean la felicidad del nuevo Israel, creado por Dios.
Jesús, en su vida pública, nunca se llamó Mesías.
Sonaba en aquel tiempo demasiado a violencia y venganza,
a revuelta y rebelión contra Roma, la potencia dominante.
Saliendo un día Jesús con sus discípulos
hacia Cesarea de Filipo, según Marcos,
preguntó a los suyos quién decía la gente que era él.
No es nada de extrañar que, algún día y en algún lugar,
preguntara tal cosa el Maestro a sus discípulos.
Y que algunos le dijeran que Juan el Bautista,
o Elías, Jeremías, o alguno de los profetas.
Y que, al pedirles después su propia opinión,
el vehemente Pedro se adelantara y le dijera
– Tú eres el Mesías
O
–El Mesías de Dios.
O algo parecido, procedente de los salmos de David y Salomón
y de la rica tradición judía.
Tampoco es de extrañar que el Maestro
expusiera sus propias reservas
y les mandara medir palabra tan polémica.
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