Seguimos al río Najerilla, el más largo y hermoso de los ríos riojanos -país con nombre de río-, por las infinitas curvas de la carretera, entre las infinitas encinas de sus infinitos montes, con la alegría otoñada de los fresnos, sauces, chopos y serbales que despuntan en la hondonada fluvial y en algunos huecos montanos. Anguiano, como oasis humano en medio del desierto montaraz. Dejamos a un lado la vieja Valvanera monacal y llegamos al embalse de Mansilla, con menos de un tercio de su caudal, a pesar de las últimas lluvias.
Se diría a primera vista que el día está tristón, pero no: está otoñal. Una neblina transparente vela veladamente las cumbres de los montes Cameros, del Urbión, de la Sierra de la Demanda, y de los montes que los siguen, y ponen en el campo ese inconsútil halo vespertino y nostálgico, que no saben darle ni el verano ni el invierno.
Por terrenos más llanos, y siguiendo a ratos al mismo río, llegamos a Neila, el pueblo burgalés de su nacimiento, y de su primer nombre, que no lo pierde hasta llegar a tierras riojanas. De unas cuevas oscuras fluye el agua clara y canora, con solo un rodal de sauces llorones como testigos, y un mayo altísimo, punteado con una banderita española, bien sujeto al suelo con una corona de clavijas de madera. En un pequeño parque cercano almuerza un grupo madrugador. Nosotros preferimos un banco rustico, adjunto al manantial.
Nos acercamos luego, ya en en términos de Quintanar de la Sierra, comarca de Pinares, a la fuente Sanza, nacedero del Arlanza, uno de sus nacederos en dos surgencias, lugar idílico para contemplar, yantar, sestear y pasear. Y, por lo que vemos, para llenar las cestas de setas, en uno de los poco parajes no limitados por el Acotado. Por Palacios de la Sierra, Castillo de la Reina… llegamos a Salas de los Infantes, donde visitamos la necrópolis pétrea medieval de Santa María, una de tantas de la zona. Nos paramos, más adelante, en el disperso pueblecito de Carazo, hoy solo con 43 habitantes, cuna del cardenal Segura, bajo los imponentes Sierra y Pico de su nombre, famoso por su castillo moro, su batalla, y por ser nombrado en el Poema de Fernán González:
Entonces era Castilla un pequeño rincón
(…)
moros tenían a Carazo en aquella sazón.
Y atravesando el multicolorado cañón de Mataviejas, socavado por el río homónimo, que nace allí, llegamos al atardecer a Silos, cuya plaza mayor es uno de los lugares sagrados de Castilla. Con su iglesia de San Pedro, de los siglos XII y XVII, sede de la Virgen del Mercado, patrona de la localidad; el monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos, fundado en el siglo X, con su claustro románico tal vez el más bello del mundo; las dos casonas heráldicas; el anchurón mercantil…. y mucha gente visitante. Hace cincuenta años, no era ni sombre de lo que es hoy. Con muchos menos habitantes, pero mucho más bello y próspero que entonces.