Guardamos un buen recuerdo de nuestra reciente visita a Los Cascajos, uno de los pocos yacimientos anteriores a la Edad del Hierro que podemos ver en Navarra. Pero aquel día nos quedamos sin ver los cuatro posteriores de los que nos da cuenta Armendáriz en la villa de Los Arcos,
Habiendo comprobado entonces que La Atalaya ya no es más que una leve loma cultivada por los cuatro costados, vamos esta vez derechos a Los Cambrotes, yacimiento del Hierro Antiguo y Final, Romano y Medieval. El campo está más verde que cualquier otro septiembre que recordemos. Pasamos junto a la gran huerta solar y a la hilada de granjas cercana, hasta cerca de uno de los pasos del pinar que cierra por el sur el campo llano de la villa arqueña. Es una mañana de sol sincero otoñal, templado por un cierzo alegre, que llena de gozo la andada.
Siguiendo por una senda bajo la misma cordiline pinosa hasta el camino y carretera de Lazagurría, abordamos el castro llamado El Castillar, otro farallón de yesos cristalizados, de 480 metros de altura y mucho más amplio de superficie, hasta los 20.000 metros cuadrados, a 90metros del Odrón, y cerca, ya en el Valle, de la ermita de San Lorenzo, la ermita más pobre de las siete del municipio, pero la más rica en bulas papales, según me comunica el sabio arqueño y amigo Víctor Pastor. Lo estudiaron el sacerdote Livino Arjona, Castiella y Armando Llanos, que encontraron muchas e importantes cerámicas celtíberas, además de manufacturadas, pesas de telares, canas, molinos de piedra… Un incendio a finales del siglo II a. C. o a comienzos del I, devoró el poblado, cuyos habitantes se habrían instalado después en el castro más cercano a la villa actual, El Castillo, que fue muy anterior, claro, al castillo real medieval, que ocupó parte del terreno de aquel. El talud artificial es evidente. Una barriada de casas con planta rectangular, excavadas en el yeso, bajo el pinar, al sur del escarpe rocoso, compartiendo muros medianeros, es bien visible todavía. Muros de sillarejo en piedra local y de adobe completaban las fachadas. En la cima quedan recios restos de sillarejo de una construcción militar, que parece que nadie la haya estudiado.
Mientras yantamos a la sombra de los pinos maldecidos, disfrutamos de la vista panorámica, algo neblinosa, de la villa, donde campea el airón de su torre renacentista, bien protegida a sus espaldas por el oppidum prerromano, la sierra de Learza, no lejos del promontorio donde se levanta el caserón de San Gregorio. Más al oeste, las Dos Hermanas, la sierra de Cábrega y los peñascales de Codés.
Por la tarde, que es aún larga, nos aventuramos hacia El Castillo. Dejamos atrás los dos monstruos edilicios que afean la villa arqueña y por el hermoso barrio medieval subimos hasta el Barrio Alto: calle Cocheras, calle de las Cuevas, restos de los bajos muros del castillo… Como en el texto base que nos guía se habla de los depósitos de agua cercanos, subimos hasta ellos, pero una pareja de maduros que anda paseando con un perrito, al que cogen en bazos cuando nos ven, nos sacan del error: los viejos depósitos estaban mucho más al oeste. El matrimonio vive en los aledaños del viejo castillo y nos cuentan anécdotas sobre sepulturas del viejo cementerio como para no dormir. Él conoció a don Livino, del que fue monaguillo, y nos dice que trabajaba en una gasolinera riojana, donde sacaba algún dinero para sus excavaciones informales.
Caminamos un rato de este a oeste por el monte bajo de cardos, hollagas, tomillos, escobas, ontinas…, frente a un rodal de escuálidos almendros, sobre un vallecico cerealizado, que acaba cerca de las ultimas casas por el noroeste y algunas granjas. Por fin llegamos al lugar del castro primitivo, que Armendáriz cifra en 49.000 metros cuadrados, a 200 metros del Odrón, con una altura máxima de 325 metros. Fue descubierto por el arqueño inolvidable Gerardo Zúñiga, quien llamó a Amparo Castiella, que lo estudió antes que Armendáriz. Fue el fundamento del Curnonium romano, donde se encontraron importantes cerámicas celtíbéricas y una gran tinaja con estampilla de signo silábico ibérico ka. El paso de los siglos, nuevas edificaciones, roturaciones y el pinar inevitable han transformado seriamente el espacio. Por muchas vueltas que damos a la imaginación, no acabamos de identificar del todo el poblado del Hierro, luego romano, después medieval.
Se nos echa de bruces la tarde atardecida. El penúltimo sol refulge ostentoso en el blanco espejo de las más altas rocas de Codés.