El sintagma mensajes de odio, junto con la máquina de fango, se ha convertido en estribillo y lema de combate político, en arma arrojadiza que lanzar contra el enemigo de turno. Hasta Almodovar lo aduce a la hora de buscar finalidades a su última película.
Sabemos todos muy bien de dónde han venido durante decenios, en la España democrática, no sólo los mensajes, sino los proyectiles, las balas, las bombas del odio que iban arrebatando vidas, dejando heridos e incapacitados y causando estragos. Las víctimas eran entonces -¿y no siguen siendo?- los españoles, España, la unidad de España…
En los últimos tiempos, los mensajes de odio parecen reducirse oficialmente a la aversión, vituperios, amenazas, cuando no agresiones a las gentes LGTBIQ+ y a inmigrantes e inmigración en general. Ahí tenemos, estos días, a ese grupito de estudiantes canallas de la Universidad de Navarra llamando a voz en grito ¡maricón! al ministro del Interior, pensando tal vez arrastrar a todos los estudiantes en masa contra un ministro hace tiempo chamuscado por sus desaciertos, o creyendo que así iban a desacreditarle todavía más ante la opinión pública…
Ya sabemos que el odio no sólo se detiene ahí, sino que va mucho más lejos, pero sí que es en estos momentos uno de sus lugares `preferidos.
Me niego a llamar a todos estos sembradores y cultivadores de cualquier tipo de odio izquierda o derecha, sino lisamente extremos estúpidos, estúpidos extremistas, ignorantes, vesánicos, venáticos y alienados, que poco tienen que ver con las clásicas clasificaciones de la ciencia y de la praxis política. Que se sirven de la mentira para odiar y del odio para mentir, porque no hay mentira política sin odio ni odio político sin mentira. A los que todos los demócratas sensatos y sensibles debemos hacer enmudecer con todos los los medios democráticos a nuestro alcance y alejarlos, cuando menos, de toda vida pública.