Por el hayedo encantado

 

                Han sido tres días lluviosos. Está hoy nublado, pero de vez en cuando de entre las nubes se escapa el sol.

Cuando subimos por el carretil de Olazagutía, que asciende por la quebrada más agreste al norte de la sierra de Urbasa, vemos que el otoño está apoderándose del bosque, pero con menos brío que otros otoños, porque tras los grandes calores veraniegos ha llovido mucho y ha hecho poco frío. Llegados al plano del macizo, encontramos muchos coches aparcados y mucho ir y venir de gente con mochilas y  niños. Buscamos un lugar tranquilo y soleado, pero en esas estamos, cuando se nos acerca un manso burrito de piel negra, que merodea por allí junto con otros congéneres y unas pottokas navarras, esos caballitos  pequeños, Equus caballus, que, con ocho especies y nombres distintos, pastan desde el paleolítico  en las cordillleras cantábrica y pireanaica.

El burrito, que tiene poco de Platero, no se mueve de allí y tenemos que buscar otro lugar apacible, a un kilómetro de distancia para poder almorzar  a la navarra (¿del latino admordium o del árabe y el latín?

Entramos luego por una pista marcada y preparada para personas con discapacidad, que se une pronto con el Camino de los Montañeros, que transcurre por uno de los parajes más bellos de la sierra, que he descrito alguna vez: hayas corpulentas, de doble o plúrime tronco, cubiertas de musgo; espinos, con hojas ya caídas o a punto de caerse; espesos matorrales, todavía con moras rojas y negras, que aprovecho para postre del almuerzo. Y  graciosas y variadas figuras geométricas rocosas sobre un suelo que se hunde en huecos, dolinas y simas, algunas de estas con cercos de madera para impedir cualquier caída. Las elegantes flores lanceoladas e intensamente moradas de los cólquicos (colchicum autumnale) iluminan zonas enteras de la sierra.

Cuando volvemos, buscamos un lugar seguro, cerca de unos bancos de piedra y de madera ya ocupados por jóvenes parejas. Encontramos un hueco de sol para yantar. Allí arriba, en la última ramita de un haya, ya sin hojas, se sube un cuervo, que no tiene prisa en descolgarse. Pero no hemos comenzado el segundo bocadillo, cuando vemos que por detrás  se nos acercan, silenciosos y  pausados, seis burritos, tres negros, dos rucios y uno albino. Levantamos a todo correr las sillas y la mesita y tenemos que tomarnos el segundo bocadillo dentro del coche, porque, tras intentarlo fuera, siempre hay un burrito que se convida y acerca. Minutos más tarde, las parejas de jóvenes de las mesas cercanas se ven forzadas a abandonar, lo mismo que nosotros, el almuerzo (ahora comida) campestre. El burrito que por segunda vez, nos rodeó y oliscó diligentemente el espacio circundante, devoró el medio pan que perdimos en el forzoso y veloz traslado al que nos obligaron.

Tomamos café en el bar del cámping de 3 estrellas de Urbasa, bajo el rodal de abetos que le dan sombra y prestancia. Después lo recorremos despaciosamente: la zona de las cabañas de madera (14 bungalows) y la zona glámping con 6 tiendas kampaoh, que forman un óvalo en torno al espacio verde central, donde lucen, holgadamente repartidos, hayas, fresnos, acacias y arces. Todo un poblado encantado para un bosque encantado también.

Al salir del cámping, vemos que se acercan a la entrada, pausados y silenciosos, los seis burritos de marras:  tres negros, dos rucios y uno albino…