En el capítulo 18 de su evangelio, Mateo, que escribe hacia los años ochenta del siglo I, pone en boca de Jesús algunas oportunas reflexiones para la vida de las comunidades cristianas, por lo que ha venido en llamarse Discurso de la comunidad.
Sobre la prioridad o preeminencia, cuestión que suele surgir en todo grupo humano, Jesús responde tomando como ejemplo a un niño. El niño es dependiente de sus padres y de los adultos en general para sobrevivir y educarse, mientras el adulto es autónomo y, por eso, fácilmente se cree autosuficiente.
Para Jesús, no son los autosuficientes los que pueden acoger el Reino, sino solo aquellos que se saben en manos de Dios. En la comunidad cristiana la importancia no la da la condición social o eclesial, sino la capacidad de acoger o no la presencia de Dios en la propia vida y de saberse en sus manos.
Jesús se identifica con los miembros más débiles y desamparados de la comunidad, que son sus mismos discípulos y seguidores. Por eso, cada cristiano es responsable del impacto de su vida sobre ellos. Nada más grave que escandalizarlos, es decir, apartarlos de Jesús, darles falsos motivos para no creer en él, desanimarlos en su seguimiento (5-7 y 10-11). Jesús reserva a los culpables algunas de las palabras más duras del evangelio: ¡que les cuelguen al cuello una rueda de molino y los hundan en el mar!