De los dos accesos al castro y castillo de Miravalles en Huarte-Uharte, elegimos el oriental, que parte del final de la calle Ohiana (el bosque) y sube junto al viejo depósito de aguas. Nos damos en seguida con las ruinas horizontales del viejo monasterio medieval de San Esteban, hace años bien presentadas y ahora muy mal conservadas, cubiertas parcialmente por la vegetación. El camino, en su primera fase está arreglado y es cómodo, pero en una segunda, en ciertos días como hoy, barroso, rocoso y costoso (de cuesta). No debe de parecerlo así a muchos solitarios, parejas y hasta grupos familiares, siempre más jóvenes que nosotros, que lo recorren y hasta lo saltan, como vamos viendo, con toda facilidad.
Todo sea por poder contemplar desde aquí la plataforma de Pamplona en lontananza neblinosa, entre Mendillori y la catedral; el chafarrinón inferior de Burlada y Villava, frente a nosotros; a nuestros pies, Uharte, tan recrecido, junto a sus huertas cuadriculadas en la ribera de Arga, y, a nuestra espalda, cuando dejamos de contemplarla, la milla de oro del Valle de Egüés, abrillantada por el sol primaveral de esta mañana de invierno, con su capital verde, Sarriguren, y sus pimpantes y variados palacetes de Gorraiz, Alzuza, y Olaz. Más cerca tenemos el corro pintoresco de las nuevas casas de Olloki, primer pueblo del contiguo Valle de Estribar, que ha pasado de 25 habitantes en 2005 a 1.100 en 2022. Dan ganas de poner en medio del corro el viejo palacio de cabo de armería, de la tía Margarita de Francisco de Javier, hoy restaurante de moda. En el vecino extenso y singular polígono Ollokilandia-Urbi, sobresale la gran superficie blanca de los laboratorios CINFA, gloria de la industria farmacéutica navarra.
No hay mucho que decir del castro de Miravalles, en torno a 4.500 metros cuadrados, según Armendáriz, que lo descubrió, tres veces menor que el cercano de Sarriguren. Con una altura de 587 metros, estuvo vivo desde el Bronce Final y en él se encontraron cerámicas manufacturadas de esa ´poca y del Hierro posterior. Tenían sus habitantes los ríos Arga y Ultzama a unos cientos de metros y una visión privilegiada sobre los valles en torno a la futura Pompeiopolis.
Ni que decir tiene que estructuras y defensas prerromanas se acomodaron al castillo medieval de San Miguel y a una ermita levantada en el siglo XVI. Con sus piedras y sobre sus piedras se erigió en el siglo XIX (1837-1876) un fuerte fusilero, aprovechado, según circunstancias, por carlistas y liberales.
Hasta ahora no se han llevado a cabo las anunciadas obras de reconstrucción del castillo.
(Una sencilla, en principio, intervención quirúrgica dental me tendrá durante unos días fuera de juego)