Salgo a pasear con la tía Sara en su carrito de inválida, unas veces por el jardín de la residencia y otras por el paseo marítimo, parejo a la inifinita playa de Benicàssim. Mi tía Sara, la única hermana de mi padre que me queda, cumplió en enero los 90 años, después de varias operaciones y desventuras, todas muy bien llevadas, con el estribillo, que cada día le cuesta más vocalizar, de qué le vamos a hacer, paciencia. Es religiosa oblata del Santísimo Redentor y está en la residencia de las hermanas mayores, a las que cuidan solícitamente las hermanas más jóvenes y válidas. Fue durante su vida activa muy andariega y contenidamente presumida, y ahora le gusta también salir, con unas gafas de sol y un pañuelico al cuello. La primavera se ha abierto aqui como las rosas bermejas, rosadas y moradas del jardín, junto a los cipreses, los limoneros y los olivos. El mar costero, siempre inquieto, sigue en su imposible intento de lograr la ola perfecta, que no ha conseguido en estos últimos millones de años. Pasean algunas parejas mayores junto a la playa. Algunos jóvenes con perros. Varios turistas nórdicos lucen sus caras pimentadas de sol. Padres jóvenes vienen con niños chicos y no tan chicos, que intentan como todos sus predecesores, llegar al fondo de la arena, tarea igualmente imposible. Nos cruzamos a veces con nuestros carritos y sonreímos.- Es la vida. La vida que celebramos, al fin y al cabo, con toda su tragedia y su gloria, en esta santa Semana Santa.