Persona y Estado

La relación, dialéctica o no, entre persona y Estado es uno de los quicios de toda política, desde los prrmeros diálogos de Platón. En el Estado liberal moderno, la cuestión sigue viva. Durante la segunda República, fue Azaña, presidente del Gobierno, primero, y presidente de la República después, quien dio muestras de apasionado estatismo frente a la persona. Por ejemplo, en el discurso de Valladolid, el 14 de noviembre de 1932, podía decir: La relación entre el hombre y la República se establece a través del Estado, y servir al Estado, someterse al Estado, negar la persona propia delante del Estado es la expresión concreta del espíritu republicano. Meses después, salido ya del Gobierno, y cuatro días después del primer turno de las elecciones legislativas, decía en las Cortes en torno a la clásica doctrina de la divisón de poderes: Lo que yo digo es que no hay poder del Estado que pueda ser independiente, ni, más que independiente, hostil al espíritu público dominante en el país. No ha habido jamás, ni puede haber jamás, ningún Estado que consienta que una de sus instituciones fundamentales, por las razones que sean, no esté enteramente penetrada del mismo espíritu que  penetre a todo el Estado. Esto es una cosa evidente, y, si no, sería el suicidio de las instituciones, de éstas o de las otras (El señor Alba: Eso lo dijo ya Primo de Rivera). Muy bien, pues alguna vez tenía que acertar el señor Primo de Rivera. Estas palabras pueden explicar por qué, tras el triunfo derechista de aquellas elecciones legislativas de noviembre-diciembre, Azaña y otros ex ministros republicanos, pidieran al presidente de la República –golpe de Estado, lo llama éste en sus Memorias– el nombramiento de otro Gobierno republicano izquierdista que convocase unas nuevas elecciones, que pudieran anular las anteriores.