Lo cierto es que, con todas las críticas que se quiera, tenemos por fin un proyecto europeo de unión económica, que no sólo hace más segura y más estable la unión monetaria, sino que va mucho más allá. Tienen razón los comentaristas al subrayar que se ha acabado, por fin, el chantaje del veto de un solo socio (Gran Breteña) y con ello la parálisis del conjunto. Y que tenemos ahora una eurozona mucho más amplia, grupo de vanguardia, núcleo duro, como siempre hemos deseado los europeístas, partidarios de las cooperaciones reforzadas y de la cooperaciones estructuradas, y no porque queramos dividir Europa en dos, la de las dos velocidades, sino porque esas dos Europas ya existen en la realidad, y es necesario avanzar y no retroceder, y no quedarnos retenidos por los que quieren menos Europa, sino más Europa, más democracia, menos soberanía nacional (¿qué soberanía es ésa?) y más unión europea. Se acabó del todo el espíritu de la EFTA, aquella Asociación de Libre Comercio, que en 1959 creó el Reino Unido para competir con la UEE. Es la hora de una mayor integración fiscal, prevista en el Tratado de Maastricht, pero sólo reducida a la mera disciplina presupuestaria. Es la hora de un nuevo Tratado, del que sólo GB se ha excluido. Todo un éxito. Aunque queden todavía, para consuelo y empleo de los pesimistas y euroescépticos (no sólo del euro), otros problemas menores que resolver.