Nevaba casi siempre. O decían
los viejos labradores que podía nevar.
El día 23 cogíamos el musgo
de los pinos de Borda
para hacer el belén:
un poco de serrín y papel de plata
-los caminos y arroyos-,
un portal de corcho
y unas pocas figuras de barro,
ovejas y pastores mayormente.
Una estrella pintada de papel
apegada al portal
anunciaba la meta a los Magos,
todavía muy lejos.
Todo era claro y sencillo,
tan bello y convincente,
que era fácil creer
en aquel Dios nacido,
inane y pobre,
en cualquier lugar del mundo.
Las dos tiendas del pueblo
vendían esa tarde
todo lo poco que tenían.
A mi madre unos primos
le traían un cardo.
No faltaba en la cena el besugo,
o el congrio,
ni después la sopa cana
y un poco de turrón del duro:
el blando para el abuelo.
Tampoco el tamboril con las castañas
entre risas y bromas, y muchos villancicos.
Íbamos después a la misa de gallo.
La noche era distinta.
Parecía hechizada.
Había un aura de misterio en el aire,
en el viento, en la lluvia y en la nieve.
Los chicos no sabíamos bien qué era.
Era un alegría parecida a un regalo.
Como un hermoso cuento que fuera verdadero.
Quizás como el relato de la noche en Belén.
Era Navidad.