(Dt 7, 9; Ez 18, 30b-32; Za 1, 3b-4b)
El Señor es nuestro Dios,
que mantiene su alianza con su pueblo,
su casa y su heredad.
Igual que nos quitamos
un traje sucio,
una mala costumbre,
una deuda enquistada,
podemos quitarnos de encima para siempre
los delitos cometidos contra Él,
contra su pueblo santo.
Y Dios, el Creador,
injertará en nosotros
un nuevo corazón
y un nuevo espíritu,
que renueven el río caudaloso de la sangre
y el claro manantial del pensamiento.
Si hacia Él nos volvemos, nos perdona,
protege nuestra vida,
no quiere nuestra muerte,
nos libera de toda esclavitud.