Ya vengo, Jesús llagado,
a contemplar fervoroso
los pasos que, doloroso,
diste con la cruz cargado….
Era la primera estrofa
de un popular viacrucis
que rezábamos, de pie y de rodillas,
los chicos de mi pueblo,
recorriendo la inmensa iglesia parroquial.
Recuerdo todavía como algo muy vivo
aquel sincero dolor de niño pobre,
aquella ingenua y pura compasión
hacia un ser sublime,
injustamente ajusticiado.
Vinieron después las lenguas clásicas,
las filosofías y las teologías,
la inmensa historia de la pintura
del drama sacro,
Palestrina y Vitoria,
Haydn y Bach, Messiaen o Remacha.
Encontré en El Cristo de Velázquez, de Unamuno,
el canto más apasionado
al Cristo de la cruz,
que me anega en lágrimas,
y en el biblista americano Raymond E. Brown
la más completa exégesis
de los cuatro relatos evangélicos.
Pero nunca he llegado a la cándida hondura
de aquel sincero dolor de niño pobre,
de aquella ingenua y pura compasión
hacia un ser sublime
injustamente ajusticiado.