El Cristo español

Muchos hablaron del Cristo español. Entre ellos, en carta de diciembre de 1934 a otro ex ministro -el laicista y anticlerical furibundo Indalecio Prieto-, el también ex ministro socialista, ex católico, masón del grado 33 y, como él mismo se llamó el 8 de octubre de 1931, cristiano erasmista, Fernando de los Ríos. Es el momento político de  la última  represión del golpe revolucionario de Asturias. Don Fernando vuelve a estudiar la represión fernandina de 1824, pero no halla comparación con la presente. Y, curiosamente, en vez de preguntarse por su propia responsabilidad en los acontecimientos sangrientos del pasado octubre, que le había echado en cara el mismo Azaña, meses antes, en un encuentro inolvidable, se fija sólo en la responsabiidad de los otros, de los adversarios de siempre: ¿Qué ferocidad se agazapa en los rincones del alma española pronta a saltar? ¿De dónde procede? El Cristo español no ha sido nunca un Cristo de amor ni de perdón, sino el Dios vengativo y cruel, ávido de sangre, un Dios cartaginés u oriental, sin relación alguna con la figura central del Evangelio. Lo que ocurre repercutirá en nuestra historia; van a hundirse muchas cosas, y Dios sabe, llegada la hora de que el péndulo pase al otro lado, cuántas modificaciones habrán de introducirse. Para quienes tenemos la emoción liberal y un sentido de la historia formado en el respeto a la persona y en los valores eternos de la conciencia, habrá de volver la hora, pero no  creo que éstas sean ni las que encierra el hoy, ni las que puedan caber en el mañana inmediato. El capitalismo derriba el templo del siglo XX y hunde la democracia liberal con tal de conservar sus privilegios; el problema se plantea, pues, en términos nuevos, sin que dependa del socialismo el dejar de reconocer como base inmediata la que le brindó el constitucionalismo.- Enigmáticas palabras, cuyo sentido no es difícil de adivinar, pero aquí al socialista humanista que fue, en general, De los Ríos le falta la fuerza moral de quien prefirió el partido a su propia moral en los momentos arriesgados de su conciencia desgarrada. Fuera de alguna finta y de alguna reserva sin contenido, el humanista eligió los métodos que abominaba. No fue entonces tampoco el Dios de Jesús de Nazaret, ni el de Erasmo, el que le inspiró, sino algún Dios cartaginés u oriental…