Ayer Ingrid Betancourt nos emocionó a muchos en la entrega de los premios Príncipe de Asturias en Oviedo, uno de los acontecimientos españoles de mayor éxito en el mundo. Aquella joven colombiana, licenciada en ciencias políticas en París, azote de la clase política de su pueblo, a la que accusó de corrupción y tráfico de influencias, que renunció a su escaño en el Senado tras calificarlo de nido de ratas, candidata secuestrada más tarde por las FARC como canjeable y liberada ahora del Infierno verde –libro de uno de sus compañeros de cautiverio-, se ha convertido en un fenómeno mediático mundial, que provoca adhesiones y rechazos extraordinarios. Entre los rechazos, está el provocado por sus continuas manifestaciones en favor del diálogo y del perdón, sobre todo a raíz de su conversión cristiana, que ella subraya en todas las conversaciones. Pero la confusión llega sobre todo desde aquéllos que en España confunden demasiado pronto las FARC con ETA. Y no es eso. Ingrid se refiere una y otra vez a los muchachos de 13 y 14 años para los que no hay lugar en la sociedad colombiana y que se meten en la guerrilla porque allí comen tres veces al día (La guerrilla les da cosas que no sabe darles el Estado) y una y otra vez denuncia el mundo de intereses escondidos, de mentiras y agendas ocultas de muchos políticos. Además, Ingrid Betancourt va más lejos de la realidad inmediata a la que estamos acostumbrados. En una reciente entrevista con un periodista de EP, típico progresista español, que confunde la fe con la mística y la religión con la irracionalidad, dice la ex cautiva: Yo pensaba que las FARC eran un respuesta a las contradicciones del sistema. Después de vivir dentro de las FARC he comprendido que son un subproducto de ese sistema, ésa es la gran decepción. Cuando yo hacía política en Colombia, pensaba que había que cambiar las estructuras del poder. Hoy pienso que hay que cambiar el alma del pueblo colombiano, del pueblo colombiano como entidad coolectiva y, más aún, la de cada uno de nosotros en nuestra identidad individual. Cuando pienso en Colombia, pienso que somos el resultado de una civilización que tiene un inmenso malestar. Entonces acabas pensando que no sólo hay que cambiar los corazones, sino que también hay que cambiar el mundo. Lo increible es que pienso que es posible, además de necesario y urgente.