Seguí ayer con veneración la hermosa ceremonia de la canonización de los dos papas, por la televisión popular. Confieso que soy bastante crítico con el procedimiento secular de los milagros y con el abuso, con perdón, de tantos santas y santos fundadoras y fundadores, o miembros de órdenes, congregaciones, institutos, movimientos…, preparados por cientos o miles de seguidores fieles, dedicados de oficio y de por vida a la beatificación y canonización de sus predecesores y progenitores. Nos han llenado el cielo de religiosas y religiosos, o sus equivalentes, y se diría que apenas hay en la Iglesia santas y santos seglares, porque no tienen quien les escriba, quien los haga conocer, quien los lleve, por caminos canónicos y muy costosos, a ese cielo… Prefiero la antigua canonización en la Iglesia por el martirio, testimonio supremo, o por el testimonio de la comunidad local que declara santa o santo a quien ha sido para ella modelo de virtudes. Así se proclamaron santas y santos y se les rindió culto en toda la antigüedad. Sólo que hoy, al ser y aparecer en todo momento la Iglesia tan extendida y tan universal, se requerirían también figuras que puedan ser veneradas universalmente, dejando a las comunidades locales o comarcales sus santos, digáamoslo así, más caseros. En los casos de los dos dos papas canonizados se cumplen esos dos requisitos: son veraderamente universales y han sido, milagros aparte, dados por santos por muchos millones de personas. Juan XXIII fue mi papa durante toda mi estancia en Roma, y mi primera visita a Vaticano coincidió con su elección y proclamación de la misma en la plaza de San Padro. Nunca olvidaré su visita al Colegio Español de Roma, donde vivíamos, y tantas y tantas otras cosas. Juan Pablo II ha sido el papa de toda la madurez de nuestra vida. El primero pasó ya a la historia por el concilio Vaticano II, la Pacem in terris y la apertura de la Iglesia al mundo contemporáneo. El segundo, el llamado papa polaco, ha pasado también a la misma historia universal por ser un símbolo supremo frente a las dos plagas del siglo XX: el comunismo y el nazismo-fascismo; por haber sido el papa de todo el mundo (104 países visitados) y el papa de la juventud mundial y de la docttrina social de la Iglesia, también mundial. Con defectos, vacíos e imperfecciones, como todos los mortales. Pero santos también, como los mortales pueden serlo por la gracia de Dios y al servicio de la Iglesia.