El viaje del papa Francisco ha sido uno de los más hermosos, y eficaces -dentro de los muchos limites de tan atomentada zona política- de todos los los llevados a cabo por los papas. Cada acto, medido hasta el extremo, pero no por eso menos simbólico y generoso, ha sido noticia mundial, reconfortante para todo amante de Israel y de Palestina. Me quedo entre tantas sinceras palabras y gestos fraternales, con esa oración -¿amarga?- que Francisco compuso en el museo del Holocausto, tras besar las manos de cuatro varones y dos mujeres, supervivientes de los campos de exterminio. En esa oración Dios busca a Adán (el hombre) y le reprocha la monstruosidad cometida. Al final del lamento por una crueldad semejante, Adán responde a la llamada:
–Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer, de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne. ¡Nunca más, Señor, nunca más! Aquí estoy, Señor, con la vergüenza de lo que el hombre, creado a tu imagen y semejanza, ha sido capaz de hacer.