Toda la mejor Italia ha despedido conmovida a su antiguo presidente de la República (1992-1999): al que se enfrentó, en un momento trágico para Italia, a la Tangentópolis y a Berlusconi; al que presidió la transición de la I a la II República italiana. Toda esa mejor Italia, que no es la berlusconiana, que, al menos, con alguna excepción, ha guardado un discreto silencio. Fue Oscar Luigi Scalfaro uno de los grandes políticos italianos de raza: Einaudi, Segni, Pertini, Ciampi… Defensor de la Constitución, del Parlamento, custodio de las instituciones. Como hombre de fe, como antifascista y como constructor del Estado democrático –ha dicho, conmovido, el actual presidente Napolitano en su nota de condolencia– expresó al nivel más alto la tradición del empeño político de los católicos italianos, jugando un papel peculiar en el partido de la Democracia Cristiana. El actual ministro Andrea Riccardi, conocido mundialmente como fundador de la Comunidad de Sant Egidio, cuya iglesia acogió el funeral del ex presidente, le describe, en el diario más leído de Italia, como democristiano anticomunista sí, pero no como hombre de la Iglesia y de la romanidad eclesiástica, al estilo del Andreotti, cardenal externo, y hasta mal visto por la Conferencia episcopal italiana, que entonces veía con buenos ojos a Berlusconi. Militante de la Acción Católica de los años treinta, hombre de derecho formado en la Gemelli milanesa, para él la Iglesia y la ley eran la patria de la libertad y del valor de la persona. Su referencia política principal fue Alcide De Gasperi; de él aprendió el sentido católico del servicio al Estado y el sentido de la auténtica laicidad, que detesta la presencia eclesiástica en la política. Católico tradicional y ferviente, amigo de Israel, de piedad intensamente mariana, familiarizado con la Biblia, amante de San Francisco y del espíritu de Asís, Scalfaro fue -termina diciendo Riccardi- un hombre de apariencia severa y de gran humanidad.