Vuelvo a El Quijote, a donde hay que volver, sobre todos en los momentos graves de la vida, y de la vida de España. Es nuestro templo nacional, nuestro hogar espiritual por excelencia. Acaba de reñir Don Quijote a Sancho por unas palabras imprudentes de este a Dorotea y Cervantes pone aquí en boca de los dos las más hermosas pláticas que imaginarse pueden. El cura y el barbero han conseguido hacer volver a su aldea al Caballero de la Triste Figura encerrado en una jaula de madera, arrastrada por bueyes. Este se ve víctima del encantamiento por envidia y fraude de malos encantadores, mientras Sancho se revuelve contra el cura y llora con aspavientos su perdida ínsula o reino. Entonces entra en juego el barbero, montado sobre su mula:
-Adóbame esos candiles!- dijo a este punto el barbero. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía e vuestro amo? ¡Vive el Señor que voy viendo que que le habéis de tener compañía en la jaula y que habéis de quedar tan encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería. En mal punto os empreñasteis de sus promesas y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.
Y me quedo pensando en esta España nuestra, donde muchas veces parecen regir también artes de encantamiento. En los posibles Quijotes, si es que queda alguno, y Dios sabe a qué llaman caballerías. En los Sanchos, que solo sueñan en sus ínsulas, que esas no parecen tan encantadas. En los curas y barberos, tan prudentes, sensatos y casi perfectos, que son capaces de traer a mandamiento, a las buenas o a las malas, al caballero andante, que volverá a escapárseles de nuevo… ¿Quién lucha por el ideal de la justicia? ¿Quién por el bienestar de las gentes? ¿Quién es el loco? ¿Quién el cuerdo?