Ayer se cumplieron 150 años de la muerte de Charles Dickens (Portsmouth,1812- Gads Hill Place,1870), el inmenso autor inglés de quince novelas y numeroso relatos, entre ellos, David Copperfield (1850), el más autobiográfico. En su obra -escribe su mejor biógrafo, Peter Ackroyd- lo real y lo irreal, lo material y lo espiritual, lo concreto y lo fantástico, lo mundano y lo transcendente conviven en precario equilibrio, solo resuelto por el vigor de la palabra. Anglicano inconformista buscó reescribir el Evangelio a través de sus libros, presentando a Cristo como modelo, pero crítico con la estructura eclesial. En su breve opúsculo La vida de Nuestro Señor (1846) mostró su fascinación por la figura de Jesús de Nazaret. El autor de la inolvidable y popular Canción de Navidad (1843), que le valió el elogio supremo de haber inventado la Navidad, escribió en una de sus cartas: Honraré a la Navidad en mi corazón y trataré de mantenerla todo el año. Y en otra de ellas, hablando de sus novelas: Mis imágenes más fuertes se derivan del Nuevo Testamento. Mis abusos sociales muestran alejamientos del Espíritu. Mis buenas personas son humildes, caritativas y perdonan una y otra vez. Las declaro en palabras expresas como discípulos de fundador de nuestra religión.
En todos sus discursos reformistas -escribió de él su paisano el escritor católico G. K. Chesterton-: Dickens repitió: ¡suprimid la pobreza!, pero en todas las descripicones de la vida real dijo: ¡Bienaventurados los pobres! Ha pintado la felicidad de los pobres y se ha preocupado por aligerar sus sufrimientos. Los ha representado como humanos y se ha indignado por las injurias hechas a su humanidad. En su libro Tiempos difíciles (1854) confesó que Dios era el fundamento de su fortaleza a través de todos los medios humanos: Con el sudor de nuestra frente, con el trabajo de nuestras manos, con la fuerza de nuestros músculos, con los derechos humanos más gloriosos que Dios creó, con los dones sagrados y eternos de la fraternidad.