Mc 14, 55-64; Mt 26, 59-66; Lc 22, 66-71; Jn 11, 45-54 y 18, 45-54.
En la etapa final del ministerio de Jesús de Nazaret,
tras la escandalosa purificación del Templo,
fue convocado el Sanedrín,
presidido por Caifás, Sumo Sacerdote,
para tratar qué hacer con tan maléfico impostor:
Por enemigo del Templo y de la Ley.
Por falso profeta.
Por blasfemo, al tenerse
por Mesías e Hijo de Dios.
Conviene -profetizó Caifás-
que uno solo muera por el pueblo
y no perezca toda la nación.
Decidió después el Sanedrín
aplicarle la pena capital.
Llevaron, aquella noche, a Jesús
desde el huerto d Getsemaní al palacio del Sumo Sacerdote,
rodeado de escribas y notables.
El juicio estaba hecho, la sentencia dictada.
Faltaba solo el aval del Prefecto romano.
Bastaba, pues,
un largo interrogatorio,
donde salieron a relucir:
la conducta y palabras del reo en el Templo;
su extraña amistad con toda clase de malditos;
el perdón otorgado por su cuenta y riesgo;
sus muchas curaciones con su propio poder;
sus muchas violaciones de la Ley;
su arrogante relación con Dios…
Como el reo callaba
ante tales y tamañas injurias,
se levantó, solemne, el Sumo Sacerdote,
y le lanzó a bocajarro
estas o parecidas palabras:
–¿Eres tú el Cristo,el Hijo del Bendito?
Y respondió Jesús,
con estas o con otras palabras semejantes,
evocando el salmo 110, salmo mesiánico,
y el Sueño de las cuatro bestias, del profeta Daniel:
–Sí, yo soy… Y veréis al Hijo del Hombre,
sentado a la derecha del Poder
viniendo entre las nubes del cielo.
(Jesús se atribuía a sí mismo
el poder apocalíptico del Hijo del Hombre,
aquel, a quien Dios,
como instrumento predilecto de su plan,
según el citado profeta,
concedió gloria y le dio el poder
de reinar para siempre).
El Sumo Sacerdote
se rasgó sus sagradas vestiduras:
–¿Habéis oído la blasfemia? ¿Qué os parece?
Y todos,
sacerdotes, escribas y notables,
repitieron a coro la vieja santencia:
–Es reo de muerte.