Poco antes de acabar el año, se nos fue de este mundo Antonio Beristain Ipiña. He leído entre lágrimas los testimonios de quienes le conocieron mucho mejor que yo y mucho más tiempo que yo. Muchos hablan, y hacen bien, de su capacidad intelectual, de su formación, de su magisterio dentro y fuera de España, de su condición de sacerdote y jesuita, de sus libros, de sus cátedras, y especialmente de su actividad creadora en el campo de criminología en la universidad del País Vasco. Afortunadamente todos elogian su dedicación en los últimos años de su vida a las víctimas del terrorismo en su querida tierra. Con ese motivo le conocí yo, le leí, le estudié y le visité en estos últimos años. Mi trato fue, junto con otras personas queridas, familiar y discipular a un tiempo, cercanísimo. Hacía unos cuantos meses que Antonio no quería que le visitásemos, porque no quería que le viésemos mal, que le viésemos físicamente derrumbado, él que era por naturaleza y por virtud un animador nato, un dinamizador, un vivificador. Nosotros le comprendimos y le agradecimos y no nos quedó otro acceso que el del correo electrónico, hasta la última felicitación de Navidad y mi denuncia de los mudos perros guardianes, de los que salvaba a él y a pocos más. Porque esto es lo que me hacía sufrir sobre todo, en este última década, cada vez que nos veíamos en San Sebastián (yo había dejado la escolta y él todavía la llevaba): su soledad, su singularidad entre los suyos. Estas amargas realidades se disimularn, se ocultan o se tergiversan a la hora de las fáciles loas post mortem, cuando ya el maldito (es decir, el insobornable, el puro, el mártir-testigo) no puede ya ni avergonzar, ni acusar ni profetizar, más con su vida toda que con su sola palabra. No pude ir a su funeral, pero tampoco lo lamenté: iba a ver allí, dentro de la comedia del arte fúnebre, a demasiados eclesiásticos, jesuitas incluidos, que le hicieron sufrir mucho, que le dejaron solo, que le acosaron y le perturbaron. A demasiados de ellos, que prefirieron, a pesar de su ejemplo, obedecer más a los hombres de su etnia, de su bandera, y de su reino político, que al Dios de la justicia y del derecho ¡Malaventurados! – La vida y la muerte de Antonio va a seguir ayudándonos a muchos a no olvidar el sufrimiento de tantos valientes como él, víctimas también del terrorismo, pero sobre todo de la cobardía, del falso celo y de la falta de amor de quienes debieran ser pastores y son sólo mudos perros guardianes, cuando no algo peor.