Aquel abrazo de Pablo VI con Atenágoras…

 

                            El 14 de diciembre de 1963,  en la clausura de la segunda sesión del Concilio Vaticano, Pablo VI anunció su próxima visita en peregrinación a Palestina, lo que sorprendió  y entusiasmó a la cristiandad: Visitaremos aquella tierra venerable de donde salió san Pedro y a la que no ha vuelto más ninguno de sus sucesores,

          El 4 de enero de 1964, partió el papa desde Roma para Ammán, donde fue acompañado a sol y a sombra por el rey Hussein, rey de Jordania, que incluía buena parte de Palestina, y desde allí por carretera a Jerusalén. Pablo se detuvo en el Jordán y en Betania, y entró em la ciudad santa por la puerta de Damasco, donde fue recibido con tal entusiasmo, que el coche en el que viajaba estuvo a punto de naufragar entre la turba, pero pudo llegar a la basílica del Santo Sepulcro, donde se celebró una emocionante eucaristía.

El 5 de enero entró el pontífice en el Estado de Israel, acogido con gran cortesía por el presidente judío Zaiman Shazar, al que se presentó como peregrino de la paz, venido para venerar los santos lugares y para rezar. Visitó allí, siempre rodeado de multitudes, Nazaret, Belén, Cafarnaun y el lago de Tiberíades.

En Jerusalén, aquel 5 de enero, recibió la visita en la Delegación Apostólica, situada en e Monte de los Olivos, del patriarca ecuménico de Constantinopla, el gigantón Atenágoras I, de luenga barba blanca y caudal, que en su abrazo al frágil papa de Roma parecía poder derribarle:

-Estoy profundamente conmovido, Santidad. Me vienen las lágrimas a los ojos.

Como este es un verdadero momento de Dios -respondió Pablo VI- lo hemos de vivir con toda la intensidad, con toda la verdad, con todo el deseo.

De ir adelante -interrumpió el patriarca.

De hacer avanzar los caminos de Dios -remató el papa.

Después de un largo rato de mutuas declaraciones de confianza, lealtad y estima  y de votos por alcanzar la deseada unidad entre las dos Iglesias, mutuamente excomulgadas durante siglos, volvieron a fundirse en un nuevo abrazo que pareció interminable a los pocos que tuvieron la suerte de contemplarlo. 

El 6 de enero, fiesta de la Epifanía, volvió el papa a Roma  y desde el aeropuerto de Ciampino -aquel Ciampino, al que los estudiantes en Roma íbamos a ver los aviones algunos domingos-  recorrió Pablo VI el trayecto hasta el Vaticano aclamado en todas partes como Jesús en Jerusalén. Fueron muchos los que entendieron el profundo significado de aquel viaje singular. 

Desde entonces, los avances en la unidad entre las dos más antiguas Iglesias cristianas han sido muchos. Seguramente no tantos ni tan rápidos como Atenágoras y Pablo VI hubieran deseado, aquel día glorioso.