Voy leyendo despacio, preparando un prólogo, el borrador de las memorias que me envía mi amigo José Antonio Osaba, aquel joven bilbaíno, licenciado en derecho y económicas en Deusto, que, desde la condición obrera recién elegida en un equipo de la HOAC, fue el alma de la célebre huelga de Laminaciones de Echávarri (1966), la mayor de la Dictadura. Declarado por el Régimen persona non grata, huyó a Francia, donde, pocos años después, llegó a ser responsable del sector Asia-Pacífico en el Comité Católico Francés de Desarrollo (CCFD), y, años más tarde, asesor de Cooperación para el Desarrollo en el Gobierno Vasco. Sus visitas a las antiguas colonias francesas de Indochina, en viajes de ayuda y cooperación, fueron frecuentes. Su relación sobre el primer viaje a Camboya (1979), arrasada por el tirano Pol Pot, es antológica, y nos rememora la etapa del comunismo maoísta más cruel, que no deberíamos nunca olvidar, ahora que China está convirtiéndose en la primera potencia de mundo, temida o admirada por todos.
Las tropas comunistas vietnamitas, de inspiración soviética rusa, habían entrado en Nom Pen, capital de Camboya, y habían terminado de golpe con el régimen feroz de los jémeres rojos de Pol Pot, que las había atacado numerosas veces en las regiones fronterizas. La dictadura de los jémeres rojos había hecho morir a un cuarto de la población: 2 de 8 millones de habitantes, por destierro, hambre, guerra, ejecuciones o enfermedades derivadas. La gente de las ciudades, obligada a vivir en el campo durante cuatro años, volvía hambrienta y escuálida, mucho más que diezmada, a sus antiguas viviendas, si es que aún existían. JA Osaba nos cuenta así lo que vio y sobre todo oyó ese mismo año de los supervivientes:
-Su primera consigna era detectar y eliminar a todos a todos los que hubieran formado parte, a cualquier nivel, de la antigua administración y a cuantos tuvieran una profesión o formación burguesa: ingenieros, médicos, maestros, abogados, artistas, periodistas, etc. (…) A veces los fusilaban, pero en la mayoría de los casos los mataban a puñaladas, o apaleados, o por asfixia. La crueldad era premiada como signo de fortaleza. La compasión o la ternura castigadas como signo de debilidad. No había escuelas ni educación, solo sesiones de adoctrinamiento, que inculcaban la sumisión total al Angkar [partido comunista maoísta], el rechazo de la familia, la delación. Los matrimonios fuimos separados y alojados en las barracas que nos hacían construir. Marido y mujer no podían verse más que dos horas cada diez días. Los niños nos fueron arrebatados y casi no les volvíamos a ver (…) Por toda comida recibíamos un cuenco de sopa a base de agua, sal y algunos granos de arroz. (…) El budismo, el islam y el cristianismo fueron prohibidos. Las pagodas y templos eran destruidos y saqueados y todos los bonzos fueron obligados a abandonar su vida religiosa. Miles de ellos fueron asesinados. Los pocos sacerdotes católicos jémeres que había y el obispo de Phnon Penh también fueron deportados y ejecutados. Muchos creyentes corrieron las misma suerte. No podíamos hacer ningún gesto o signo religioso.