Solía hacer más frío que ahora. Nos salían sabayones en las manos.
Y nevaba más veces y más copiosamente,
tanto que, cuando íbamos a hacer los recados por las calles
teníamos que protegernos de los chinchurros.
El Adviento, con algunas oraciones y algunos sacrificios infantiles,
venía preparándonos para las próximas Pascuas.
La mañana del día 24, la tía Luisa nos mandaba con su hijo pequeño
un cardo grande, que mi madre pelaba durante horas.
Por eso, a la noche cenábamos cardo,
y besugo, que entonces no estaba tan caro como hoy
y le gustaba mucho al abuelo, pero mi madre le quitaba las espinas.
Y después, pasas y orejones, que guardábamos en el cuarto del cierzo.
Recuerdo que, algún año, mi prima y yo lo pasamos en grande
asando castañas en un tamboril y tocando la pandereta,
mientras cantábamos villancicos, que nos gustaban mucho.
Todavía no conocíamos El Camino que lleva a Bélen,
pero había otro que decía
Zumba, zúmbale al pandero,
al pandero y al rabel,
toca, toca la zambomba,
dale, dale al almirez...
Después íbamos a la misa del Gallo, a la que iba todo el pueblo.
Los mozos, que habían bebido mucho vino,
que entonces era también alimento,
gritaban y alborotaban bajo el coro y en las escaleras del campanario,
y le sacaban de quicio a don Manuel, el párrocco que tenía mucho genio.
Los días siguientes, en la alegre Novenica del Niño,
nos juntábamos todos los chicos y chicas de la escuela.
Más tarde, tuvimos comedias en el Centro Parroquial, y las vacaciones,
y las grandes nevadas que no dejaban pasar las estellesas.
Éramos pobres, piadosos, ingenuos.
Decían que en la guerra reciente habían muerto los mejores.
Algunos éramos huérfanos, hijos de viudas jóvenes,
y en nuestras casas había muchos huecos de lágrimas y amargos silencios.
Pero todos creíamos en Dios
y adorábamos al Niño de Belén.