He podido contemplar en el Paseo del Prado de Madrid, después de mi paseo habitual por el Jardín Botánico con su penúltimo otoño, una docena de esculturas de Baltasar Lobo (1910-1993), aquel dibujante zamorano que conocí en las revistas anarquistas de los años treinta, convertido después en París en un escultor de fama internacional, comparable a su contemporáneos Moore, Giacometti, Brancusi o su amigo Henri Laurens, pero a quien yo no conocía de cerca, pese a sus esculturas fijadas en varias ciudades europeas y a premios y homenajes tras su vuelta del exilio, en Zamora y en toda España. Deslumbrantes cuerpos femeninos en bronce al aire libre -fulgentes al sol, verduscos, pardos o castaño-oscuros a la sombra-, gigantescos o de tamaño natural, de piel finísima y exacta, todo curvas perfectas, redondeces, turgencias, ovalidades, de pies a cabeza, de una pureza pocas veces conseguida en la historia del arte, dejando brillar, seducir, entusiasmar al eterno femenino, hecho unas veces diosa-madre, en escenas deliciosas de maternidad, y, otras, convertido en mujer coqueta, libre, dichosa, al viento o al sol, sentada, recostada o en pie, o en cualquier menester cotidiano, como esa mujer peinándose, agarrando el flujo broncíneo de su caballera, una de las piezas más hermosas. A la salida del Botánico, como si de unas plantas las más perfectas del paraíso humano se tratara, ¡qué visión de utopía, de libertad paradigmática, de celeste mujer descendida por unas horas a la tierra!