Castros de Carcastillo y Mélida (III)

 

                   En este segundo viaje el sol es seguro y directo, pero por todas las periferias del firmamento se apelotonan nubes blancas, llamadas cúmulos, que se preparan para la habitual borrasca de la tarde en estos días medianos de mayo. Sobre las cepas de las viñas se dejan ver ya los pámpanos adolescentes y enfurecen de rojo los campos rodales de amapolas, sobre todo en pendientes y ribazos, pero igualmente en llanos baldíos.

Antes de llegarnos a Mélida subimos una vez más al Alto de San Nicolás o Rada Vieja, en el término El Villar, perteneciente a Traibuenas-Murillo el Cuende. El Desolado de Rada fue antes castro prerromano, privilegiado de vistas y de defensas, con una superficie de 9.400 metros cuadrados, y 20.000 de recintos auxiliares en las laderas sureste y suroeste, sin contar el espacio extramural al noroeste, donde se encontraron varias cerámicas celtibéricas. No guarda nada, como es natural, del Bronce Final ni del Hierro, tras el poblamiento en tiempos de Roma y de la villa medieval destruida en 1455.

Mezquíriz, Tabar y Jusué dirigieron las importantes excavaciones que han dejado el lugar como un vivo museo de varias épocas históricas. Deambulamos, como siempre, entre muñones de antiguas casas, cercadas por un espeso ontinar, junto a tomillos, cardos, jaguarzos y lastones.

En la iglesia románica musealizada nos encontramos con dos solemnes maceros y varios caballeros armados, con los que hacemos unas fotos. Aquí no llega internet, y, como no tenemos moneda dejamos en fianza en la recepción 2,50 euros. Un pequeño foso, colmado de vegetación, nos separa esta vez de la torre circular, medio románico medio musulmana, y a la vez nos impide al paso a la proa meridional sobre los arrozales verdíazules de la Rada actual.

Ya le echamos el ojo, el otro día, al castro de Mélida, Morro de la Barca, a 342 m. de altitud sobre el río Aragón, pero unas torvas nubes amenazantes no nos dejaron bajar hasta el sitio. Hoy llegamos tranquilamente al pie del castro, allí donde el barranco de la Torre, ahora muy brioso, penetra, formando un hondo precipicio, en el rio, bajo las quebradas areniscas del monte en erosión. Lo encontró en su día el arqueólogo melidense Jesús Serna. Lo dató en el Bronce Final y Hierro Antiguo y allí encontró varias cerámicas manufacturadas. Debió de abandonarse pronto para pasar sus pobladores a otro castro vecino.