Castros de Oricin, Olóriz, Solchaga y Orisoain (y III)

 

                    A mediados de junio, y pasado San Antonio, cuando en nuestros pueblos se segaban las cebadas, los cebadales de la Valdorba están casi tostados, pero los trigales combinan el verde trigo con el amarillo suave y el ocre de Ceres, formando unos lienzos de color degradante o de verde en dilución.

A la altura de Oricin, vemos con claridad la figura del castro El Castillo, que nos apuntó Martín el otro día, pero a la derecha de la carretera y del tren, donde comienza una de las hiladas de molinos eólicos, cerca de la muga entre Oricin y Añorbe, en el término de Zugastia. Los fosos-bancales, convertidos en campos de cereal, patentes en el costado septentrional  del monte carrasqueño, son inconfundibles. Tomamos la carretera vieja de Mendibil y por la pista de los molinos nos situamos bajo el primer molino, a cuyo socaire -nunca mejor dicho- almorzamos y luego yantamos.

El castro, alto de  639 metros y 19.300 metros cuadrados de superficie en total, es mayor aún que su vecino Casteluzar o Gazteluzar. No lo riega  regato alguno, pero varias fuentes de los alrededores debieron de bastarles a sus pobladores para su mantenimiento. Al recinto principal o acrópolis se le añadió en su expansión un recinto occidental y dos orientales, con sus correspondientes taludes y fosos. Nosotros lo rodeamos por el flanco oriental, bajando por una pieza baldía, donde se cosechó cebada el año pasado, ahora ocupada por las menudas e innumerables yesquerillas tiesas. Avanzamos con mucha dificultad  por le bosque de carrascas y coscojas, por encima de campos de cereal, pisando tomillos que nos arrojan su perfume saludable, pero no podemos hacernos cargo de lo que buscamos. Por lo que nos volvemos y bajando hasta el segundo molino, nos adentramos  brevemente en la espesura del monte, a la espalda del recinto principal, donde podemos ver por fin varios trozos de la muralla de piedra arenisca, que defendía por el sur la parte más vulnerable del poblado.

Como se encontraron las clásicas cerámicas y los molinos de mano de la Edad del Hierro y, además, cerámicas romanas, se ha pensado que el castro fuera habitado también en tiempo de Roma. Lo cierto es que en la Edad Media, a medio kilómetro de aquí hubo un poblado denominado Muruzar, que pudo acoger a los último habitantes del castro prerromano.

Por la tarde, y tras una parada en la cafetería de El Mirador de Barasoain, tomamos el camino de nuestra dilecta ermita del Cristo de Catalain, y, dos kilómetros adelante, antes de llegar a Orisoain, al que tenemos delante, a orillas del barranco Zemborain, otro de los afluentes del Zidacos, nos damos de bruces con el castro Murugain, a 575 metros de altura y 13. 300 metros de superficie más 7.600 de recinto auxiliar. Aquí se encontraron, además de las clásicas cerámicas, muchos restos romanos, y, entre ellos, mosaicos de gran valor. Probablemente, se formó aquí un vicus romano.

A primera vista, llegando desde Catalain, se ven bien  no solo los fosos, sino un muro de sillarejo sobre la roca madre y un gran derrumbe de piedras, de una probable torre defensiva angular, a donde nos acercamos por un campo, donde en años anteriores se cosechó alfalfa, y subimos por un acceso escarpado, donde rebrotan algunas viejas cepas vitícolas de antaño. En el recinto principal y en el accesorio se cosecha ahora trigo y aceite.

Terminamos la tarde, saliendo desde Olóriz para alcanzar por el sur el castro de Casteluzar o Gazteluzar, que visitamos el otro día por el norte, a través de un camino rural indicado por dos amables paisanos, con los que hablamos sobre el castro, que consideran también suyo, y señalado, aquí y allí, por unas torretas de piedras, a modo de  originales y actuales miliarios, construidos por un vecino de Oricin. Llegamos hasta el costado sur del mismo, en los términos de Olóriz (concejo) y del lugar de Oricin. Temíamos que el coche no pudiera llegar por las rodadas de las máquinas agrícolas y resistir las muchas malas hierbas que han crecido esta primavera en la mitad del camino montano. Pero llegamos.

Al bajar, vemos mejor que nunca la capital del Valle, el pueblo de Olóriz, pueblo-bosquecillo por la cantidad y calidad de sus muchos árboles ornamentales. Casi todos sus tejados son nuevos, algunos con placas solares. Y sus casas, casonas.

Tengo que añadir que en nuestras tres caminatas hemos ido admirando las flores que no encontramos o que no supimos ver en la jornada anterior: los altos cardos lanudos o coronas de fraile; las explosivas cardotas, lilas y blancas; las carmelitas descalzas (panecillo de conejo o lengua de gato), antigua receta de los frailes carmelitas del XVIII, de donde les viene el nombre; las consueldas reales, tan violáceas como las violetas; las anaranjadas castañuelas o estrelladas; las albillares, con capiteles parecidos pero no iguales a las margaritas comunes, o los rosado-rojizos y jubilosos pipirigallos…

Todo el día un cierzo fresco se ha maridado con un sol benevolente, y el día ha sido primorosamente primaveral, en vísperas del solsticio de verano.