Por el portillo del saxo o raso bajamos hasta el pueblo, lo atravesamos hasta una de sus últimas calles hacia el norte, y luego tomamos la dirección de Larrate de donde venimos. El camino bordea la pendiente del saxo, entre los pinos y una abundante vegetación primaveral, por un lado, y las tierras aluviales de regadío por otro. En los bordes de una extensa finca han plantado una larga hilada de nogales, a los que siguen unos olivos. LLegamos a la orilla del Aragón, donde hace unos años, en otra excursión de primavera, nos sorprendimos viendo unos cuantos nidos voluminosos de oropéndola, colgados de las ramas de los álamos como si fueran regalos del árbol de Navidad; lo que nos dejó suspensos y encantados. Repetimos la experiencia en años siguientes, pero el prodigio no se repitió. Tampoco este año.
Un letrero nos anuncia que en el término llamado El Congosto o El Estrecho hay peligro de derrumbe de tierras. En otras ocasiones o no hemos podido pasar en coche o hemos tenido alguna dificultad por el desprendimiento de tierra y de piedras. Hoy el paso está expedito y el lugar más limpio. En En esta zona sitúa Javier Armendáriz el castro denominado El Congosto, de 4.500 metros cuadrados, con foso y muralla de bloques de piedra careada, donde encontró cerámicas manufacturadas y sobre todo celtibéricas, además de molinos de mano. Un aficionado local se había adelantado y había exhumado los muros de algunas casas.
Nosotros no sabemos encontrarlo, a no ser que el pinar espeso actual haya acabado con él.
Seguimos adelante hasta el lugar idílico de la presa, un lugar que ya he descrito otras veces y que conocemos bien, hoy verde y frondoso como nunca. Hay varios grupos y varias familias en los diferentes espacios. De algunos de los viejos y gigantescos álamos no queda más que parte del tronco podrido por los años. El río baja manso y ancho, de pronto salta y estalla en una gran carcajada fluvial, y su estruendo suena a los grandes tiempos de creación cósmica. Dos paisanos andan pescando cangrejos con reteles, donde meten alitas de pollo como cebo; los cangrejos los huelen pronto y se afanan por devorarlas quedando cautivos de su gula. Subimos la escalerilla que nos lleva sobre el pando por una senda muy ensuciada, y soñamos con el mar, El remanso es todo luz y nostalgia. La cascada: toda luz y sonido.
Seguimos a la busca del segundo castro llamado La Encisa, en un supuesto cerro testigo de un bancal de arenisca, de superficie similar al anterior, entre los barrancos La Encisa y el Espartal. Vivo entre el Hierro Antiguo y el Final, prosiguió en tiempos romanos, cuando probablemente fue, en el sotomonte, un vicus o una mansio junto a la calzada entre Cinco Villas y la ciudad romana de Cara; llegó a albergar una granja de los monjes cistercienses de la Oliva a mediados del XII y se despobló dos siglos más tarde. En su espacio se descubrieron cerámicas y molinos. Teniendo como pista el que el sector romano esté seccionado por una acequia, nos acercamos a dos figuras orográficas que se acomodan a esta descripción, pero no encontramos más que dos cerros cerrados de encinas, chaparros y maleza, imposibles de atravesar.
A la vuelta, el río nos deja ver en varios momentos su piel verdeazulada transfigurada por el penúltimo sol de la tarde. Y, una tarde más, la fiesta del ocaso sobre la sierra de la Demanda, hoy representada por nubes rubiales, blondas, jaldes, gualdas y azafranadas, nos entretiene y nos encandila casi hasta llegar a Pamplona.