Este año, podríamos cambiar el arcaico refrán e intentar uno nuevo: De marzo las aguas mil / nos trajeron el mes de abril. Nos trajeron este abril luminoso, templado y exhuberantemente verdecido.
Cuando llegamos a Lerín, al Lerín llano y creciente, recuerdo aquellos versillos que inventé en los ochenta:
Lerín es como un navío
que navega en la Ribera:
Que todos son marineros en LerÍn:
marineros de la tierra.
Porque la villa ilustre y condal se asienta en el alto y bronco acantilado de arcilla, caliza y yeso sobre el río Ega, donde termina y se encrespa una pequeña cresta lineal, cubierta de pinos, que viene del norte y sigue luego hacia el sur. Bajo él se cobija un pequeño sub-urbio, nunca mejor dicho, o barrio nuevo de casas, almacenes y pequeñas industrias en torno a la ermita de Nuestra Señora La Blanca, construida en ladrillo a finales del XVII, extendido ahora a un lado y otro del río, que pasa ahora copioso levantando en sus orillas una alta y densa fronda vegetal. Rebrilla al sol de la mañana el yeso blanco sacaroideo, alabastrino, del espolón, y todo semeja una encantada aparición primaveral.
Al otro lado del río, y en el término El Plano, que sormonta el regadío tradicional de la villa, buscamos el castro llamado de Las Vistillas, donde el arqueólogo aragonés José Luis Ona encontró cerámicas celtíberas, carbones y piedras cenicientas, efectos indudables de un incendio, que quizás acabó con el poblado en el estadio final del Hierro. Vamos por un camino mirando las verónicas, las fumarias, los ranúnculos, las amapolas…, que nos salen al paso, junto a las aliagas recién amarilleadas, y los primeros asfódelos que se yerguen envanecidos sobre los cardos marianos y borriqueros.
Nos parece que hemos encontrado el yacimiento y los posibles fosos, reforestados últimamente de pinos y encinas, pero no estamos seguros. Caminamos un tramo más adelante para subir a una pequeña altura, cubierta por un olivar, pero la ubicación se nos hace todavía más insegura.
Así que volvemos por donde hemos venido, gozando la plenitud placentera de la mañana. Y nos vamos hasta el segundo castro, llamado de Las Coronas, en el camino de Cárcar. Nos alejamos demasiado y entramos por un camino, que nos lleva a la ermita de Nuestra Señora de Gracia -en tiempos, Nuestra Señora del Regadío- también toda de ladrillo y del siglo XVII, pero ya en términos de Cárcar. Fue la primera romería, a la que me invitaron recién elegido presidente del Parlamento Foral de Navarra. La rehabilitó el ayuntamiento de Cárcar, su propietario, el año 2014. Asentada en un amplio rellano, con muchas mesas de piedra alrededor, adornada por unos evónimos o boneteros, por la parte norte la circunda un bosquecillo de ailantos (ailanthus altíssima), árbol del cielo o de los dioses, entre los que sobresale un ejemplar corpulento, a cuya vera yantamos y sesteamos, cerca de una plantación de cardos azules.
Ya ya que estamos en jurisdicción de Cárcar, subimos al núcleo de la villa, asentada asimismo sobre el cabo extremo del altirón yesífero que llega desde Sesma, cubierto de pinos, haciendo de pendiente sobre la vega del río Ega. Villa reconquistada por el rey Sancho Garcés I y ocupada por Abderramán III los años 920 y 924, fue mucho antes poblado de la Edad de Hierro entre el Bronce Final y Hierro Antiguo, según las cerámicas manufacturadas encontradas en su entorno y loas retazaos de estratigrafía estudiados en el lugar, al noroeste de la iglesia de San Miguel, cuando se construyó recientemente la residencia de jubilados con el mismo nombre que la ermita. Aquellos pobladores aprovecharon el espolón natural, a 110 m. sobre el cauce del río y seguramente, como en tantos casos, fue el precedente de la posterior villa medieval, una de las más altas de Navarra, con unas vistas privilegiadas sobre las tierras aluviales, hoy fértil tierra de regadío. Quien conoció el pueblo hace cuarenta años encuentra hoy un barrio alto desconocido, entre el nuevo colegio, la casa consistorial, la iglesia y el pinar de San Pedro, con la residencia como centro, dentro de un bonito parque arbolado y con uno de los miradores mejor colocados de Navarra.
Para que todo sea más completo, una bandada de buitres, majestuosos y cercanos, lentos viajeros hacia algún tranquilo menester, van y vienen, vuelan y contravuelan sobre nuestras cabecitas y las de los y las residentes que se sientan en los bancos a lo largo del mirador. Es todo un espectáculo gratuito.
–No hay miedo, no -dice un paisano, al pasar.