Recuerdo bien cómo, en aquel tiempo, en los ochenta, el joven Jesús Sesma, bardenero de origen, hoy un reconocido arqueólogo navarro, nos acompañó a un reducido grupo de amigos para mostrarnos algunos de sus grandes hallazgos, que luego hizo públicos en su tesis doctoral, como el dolmen de Tres Montes (s. XXII a. C.). Fue una experiencia que dejó honda huella en nosotros.
Sesma y algunos de sus colegas y seguidores encontraron, entre los milenios IV y III antes de Cristo, etapas neolítica y eneolítica, 82 yacimientos, concentrados en el área central del territorio. De reducidas dimensiones, inducen a pensar en ocupaciones temporales de pequeños grupos, dedicados al pastoreo, complementado con la caza y una agricultura rudimentaria. Puntas de flechas, hachas o raspadores de sílex, fragmentos de cerámica, y el dolmen mencionado son algunos de los restos encontrados.
En la Edad del Bronces, siglos XIX al XII a. C., las Bardenas se convirtieron en uno de los lugares de mayor dinamismo vital del Alto-Medio Valle del Ebro. Llegan a 91 los yacimientos entendidos como poblados ya estables, de cierta extensión, con construcciones de cabañas o casas con muros de piedra, donde se han descubierto cerámicas campaniformes con adornos, punzones, puntas de flecha, puñalitos…
Pero en el último milenio antes de nuestra era (Final del Bronce y la Edad del Hierro), asistimos a una desocupación del territorio bardenero, donde apenas se han identificado 21 yacimientos, solo 10 en época celtibérica (s. V-II). Los poblados se plantan no en el centro, sino en elevaciones del terreno, con fosos como defensa, sobre todo en la Plana Yesera, donde terminan las Bardenas y se abren las grandes llanuras aluviales que fue formando el río Ebro.
No hay indicios de violencia a la llegada de los romanos, sino de ocupación pacífica y de nuevos asentamientos: en el siglo II d. C. se contabilizan 31 poblados.
Teníamos, pues, hacía tiempo una magna tarea por delante. El año pasado, dimos una vuelta de exploración. Y, puesto que no hay, o no sabemos que haya, una ruta trazada para recorrer los poblados del Bronce, nos fuimos a visitar los tres, de los que da cuenta Javier Armendáriz en su libro-guía.
Cuando uno va desde Cabanillas, pasando por Fustiñana, en dirección a Tauste, llevando el Canal del mismo nombre, como un alegre compañero al lado, cualquiera de los variopintos -grises, grisáceos, sienas, marrones, color carne, color tierra, y combinados…- cabezos miocénicos que resaltan de las paredes o quebradas horizontales yesosas, cubiertos por ontinas, sisallos, espartos, escambrones y hollagas, podría ser un castro. No pocas veces nos hemos confundido. Pero algunos testigos tabulares sí lo son. Como este Cabezo de la Mesa. O Mesa del Virrey. O Cabezotinaja, que, más bien, aparece como término. Tiene 304 meros de altura y 1.7000 metros cuadrados de superficie. Entre el barranco de Linoso y el del Fraile, que en aquellas Bardenas arboladas llevarían mucha más agua que hoy. Se descubrieron en sus contornos inmediatos molinos barquiformes y cerámicas, celtíberas y mucho más antiguas. Quién sabe cómo serían sus murallas o empalizadas, si las hubo, antes de tantas arroyadas y erosiones a lo largo y ancho de los siglos.
Otro espolón de caliza tabular, un poco más bajo y más pequeño, es el castro llamado Cabezo de la Modorra -Modorra es también nombre de barranco y de término-, donde es fácil ver el foso al SE y los derrubios de la muralla primitiva sobre el terraplén. Un incendio, a juzgar por la vajilla carbonizada encontrada, debió de forzar el traslado de la población al vecino poblado antedicho, si es que el Cabezo de la Mesa (¿tendría acaso nombre?) acogió las nuevas cabezas, que tal vez se sintieron, en el mejor de los casos, más seguras.
Sus descendientes inauguraron seguramente el vicus romano que evoca el actual nombre de Fustiñana.