Archivo de la categoría: Sin categoría

El Dios de Yongey Mingiur Rimpoché

 

          Superior de una monasterio tibetano en la India, abandonó durante cuatro años su puesto, porque quiso experimentar la radicalidad de vivir a la intemperie. Se convirtió en un mendigo anónimo, de cuya experiencia agitada y angustiosa en un comienzo escribió en su libro Enamorado del mundo (2018). Una infección estomacal le llevó al borde de la muerte. Pero eso mismo le permitió alcanzar un estado de lucidez y libertad, como nunca lo había vivido, atravesando el umbral a una consciencia más plena. Tras esta experiencia confiesa no haber vuelto a sentirse solo jamás.

 

-¿Qué hay de este cuerpo? Destruido por la enfermedad y hambriento. ¿Hay algo que ofrecer? Mi práctica meditativa sigue funcionando. Ofrezco mi práctica. (…) Ofrezco esta enfermedad para permitir que el espejo de la sabiduría brille con más fulgor en medio de la confusión y las dificultades. Sufrimiento y liberación ardiendo a la vez. Más leña, si, más leña, más ardiente, más alto. Morir también es leña. El vómito y la diarrea también son leña. La esperanza y el miedo también son leña.

¿Cuál es mi riqueza en este momento? Mi cuerpo se está deteriorando. No tengo dinero. No tengo monedas de oro. Nada de valor. No obstante, tengo la posibilidad de despertar, de realizar los aspectos más profundos y sutiles de la consciencia. Mi precioso nacimiento humano es mi tesoro, en la salud y en la enfermedad, porque mi cuerpo nunca traiciona la posibilidad de despertar.

El universo entero se expandió y se unificó totalmente con la consciencia. Sin mente conceptual. Ya no estaba en el universo. El universo estaba en mí. (…) Ningún yo ni no-yo. Ningún vivir ni morir.

Como una gota vertida en el océano se vuelve indistinta, ilimitada, irreconocible, y aun así existe, de la misma manera mi mente se fusionó con el espacio. (…) No había ningún yo separado que amara al mundo. El mundo era amor. Mi hogar perfecto. Vasto e íntimo. Cada partícula vivía con amor, en movimiento, fluyendo, son barreras. Yo era una partícula viva, sin mente interpretativa, claridad más allá de las ideas. (…) Mi consciencia no se dirigía hacia nada, aunque todo aparecía.

 

Hombres viejos

 

       Al contrario de los hombres nuevos, los hombres viejos viven no para los otros, para la comunidad, sino para sí mismos, para sus propios intereses. Por desgracia, el presidente del Gobierno español, maestro en el arte de engrupir, ha hecho suficientes méritos para ser el dechado, el modelo de los mismos. Ayer, por ejemplo, en Barcelona, junto al presidente francés, y frente a sus aliados separatistas catalanes que se le rebelaban por querer fijarles el fin de su proceso separatista, volvió a lucirse queriendo aparecer como el hombre nuevo, el hombre único, el hombre por excelencia. Comparó y equiparó a los manifestantes separatistas catalanes con los manifestantes de mañana, sábado, que en Madrid expresarán todo lo contrario: la fidelidad a España. al régimen de unidad y autonomía, a la Constitución. Su artimaña es la de aquel liderzuelo socialista navarro que, para estar siempre en el centro -en la centralidad, en la superioridad, en la perfección, en el mando-, nos ponía a los demás a su derecha y a su izquierda, de modo que nadie pudiera dudar de su singularidad. Así, Sánchez, el engrupidor, el divisor, el clasificador del bien y del mal…, aunque ponga boca abajo todos los criterios, todas las medidas, todos los valores políticos vigentes hasta ahora.

Hombres Nuevos

          El  proyecto Hombres Nuevos sigue roturando caminos, últimamente conservando y manteniendo un monumento cultural nacional declarado así en 1967. El templo de Sora Sora, una joya colonial, con un retablo deslumbrante, estaba a punto de desaparecer, como ha ocurrido con otras joyas coloniales en el Occidente.

El milagro ha sido posible gracias al buen hacer de María Teresa Aramayo, Franz Vásquez, Lola Choque, a la colaboración generosa del empresario cruceño Adalid Novillo y su esposa Carmen Rosario Claure y a la inspiración del proyecto Hombres Nuevos.

El fuerte de Hombres Nuevos ha sido siempre la educación: más de 100 escuelas construidas, la única Facultad de Teatro en Bolivia con la Universidad Católica, la Escuela y Orquesta Sinfónica de Hombres Nuevos.

El proyecto Hombres Nuevos es consciente de que solo un pueblo culto, una sociedad instruida y sabia, abre horizontes de progreso, bienestar, felicidad y grandeza. Por eso Hombres Nuevos apuesta por la cultura, por la formación de TODO el hombre y de TODAS las mujeres  y hombres; porque es el instrumento que crea una Bolivia progresista moderna, democrática, una Bolivia consolidada en las  libertades y en el estado de derecho; una Bolivia para todas y todos los bolivianos, en la que todos podemos convivir en armonía y paz, respetando nuestras diferencias y nuestras desigualdades.

El proyecto Hombres Nuevos, en una trayectoria de 31 años, ha verificado y apoyado la Bolivia grande, sana, unida, rectificando la división  y fragmentación que crean nuestros políticos, con una visión miope, alicorta y sincopada.

El proyecto Hombres Nuevos hoy es un producto boliviano, que trabaja por reducir las fronteras de la pobreza, que ofrece a las bolivianas y bolivianos ser protagonistas en la nueva Bolivia, integrada por todas y todos los bolivianos, que nos sentimos orgullosos de ser bolivianos.

          Me envía este escrito, desde Bolivia, el fundador de Hombres Nuevos, Nicolás Castellanos. Nicolás Castellanos es un fraile agustino leonés, que fue obispo de Palencia entre 1978 y 1991, que se despidió de sus diocesanos para ir como misionero a Bolivia, junto a un nutrido grupo de seglares y de sacerdotes obreros. Fue todo un acontecimiento. Durante su ejercicio episcopal dejó rayas hechas en Palencia por su renovación conciliar, su promoción del laicado, su puesta al día en teología y pastoral -llevó a su diócesis a los mejores teólogos españoles: Queiruga, Castillo, Malagón, Vidal, Velasco, Faus, Legido…-, su madrugadora sinodalidad… Fue ignorado por  cuatro de los prelados que le han sucedido en la sede de San Antolín, por no recordar alguna cosa peor, hasta que el actual, otro agustino, ha terminado por rehabilitarle e invitarle varias veces a Palencia, como diocesano que sigue siendo. Pero la sociedad civil ha sido más generosa: Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, 1998. Leonés del año, 1999. Medalla del Mérito Municipal de Santa Cruz de la Sierra, 1999. Premio Valores Humanos de Castilla y León, 2002. Hijo adoptivo de Palencia, 2005. Medalla de Oro al Trabajo del Gobierno de España, 2006, entregada en Bolivia por la vicepresidente del Gobierno. Y candidato, nada menos, que al premio Nobel de la Paz, el año pasado. Autor de seis libros de espiritualidad misionera, en sus recientes memorias, con prólogo de José Bono, Vida, pensamiento  e historia de un Obispo del Concilio, podemos enterarnos bien de su vida admirable.

De este obispo misionero ejemplar recibí en Navidad una felicitación cordial e inesperada. Recordarle y refelicitarle de nuevo es un acto de elemental gratitud.

Aquel genocidio de Pol Pot (1975-1979)

 

          Voy leyendo despacio, preparando un prólogo, el borrador  de las memorias que me envía mi amigo José Antonio Osaba, aquel joven bilbaíno, licenciado en derecho y económicas en Deusto, que, desde la condición obrera recién elegida en un equipo de la HOAC, fue el alma de la célebre huelga de Laminaciones de Echávarri (1966), la mayor de la Dictadura. Declarado por el Régimen persona non grata, huyó a Francia, donde, pocos años después, llegó a ser responsable del sector  Asia-Pacífico en el Comité Católico Francés de Desarrollo (CCFD), y, años más tarde, asesor de Cooperación para el Desarrollo en el Gobierno Vasco. Sus visitas a las antiguas colonias francesas de Indochina, en viajes de ayuda y cooperación, fueron frecuentes. Su relación sobre el primer viaje a Camboya (1979), arrasada por el tirano Pol Pot, es antológica, y nos rememora la etapa del comunismo maoísta más cruel, que no deberíamos nunca olvidar, ahora que China está convirtiéndose en la primera potencia de mundo, temida o admirada por todos.

Las tropas comunistas vietnamitas, de inspiración soviética rusa, habían entrado en Nom Pen, capital de Camboya, y habían terminado de golpe con el régimen feroz de los jémeres rojos de Pol Pot, que las había atacado numerosas veces en las regiones fronterizas. La dictadura de los jémeres rojos había hecho morir a un cuarto de la población: 2 de 8 millones de habitantes, por destierro, hambre, guerra, ejecuciones o enfermedades derivadas. La gente de las ciudades, obligada a vivir en el campo durante cuatro años, volvía hambrienta y escuálida, mucho más que diezmada, a sus antiguas viviendas, si es que aún existían. JA Osaba nos cuenta así lo que vio y sobre todo oyó ese mismo  año de los supervivientes:

-Su primera consigna era detectar y eliminar a todos a todos los que hubieran formado parte, a cualquier nivel, de la antigua administración y a cuantos tuvieran una profesión o formación burguesa: ingenieros, médicos, maestros, abogados, artistas, periodistas, etc. (…) A veces los fusilaban, pero en la mayoría de los casos los mataban a puñaladas, o apaleados, o por asfixia. La crueldad era premiada como signo de fortaleza. La compasión o la ternura castigadas como signo de debilidad. No había escuelas ni educación, solo sesiones de adoctrinamiento, que inculcaban la sumisión total al Angkar [partido comunista maoísta], el rechazo de la familia, la delación. Los matrimonios fuimos separados y alojados en las barracas que nos hacían construir. Marido y mujer no podían verse más que dos horas cada diez días. Los niños nos fueron arrebatados y casi no les volvíamos a ver (…) Por toda comida recibíamos un cuenco de sopa a base de agua, sal y algunos granos de arroz. (…) El budismo, el islam y el cristianismo fueron prohibidos. Las pagodas y templos eran destruidos y saqueados y todos los bonzos fueron obligados a abandonar su vida religiosa. Miles de ellos fueron asesinados. Los pocos sacerdotes católicos jémeres que había y el obispo de Phnon Penh también fueron deportados y ejecutados. Muchos creyentes corrieron las misma suerte. No podíamos hacer ningún gesto o signo religioso.

 

No hay derecho al aborto

 

          Hay que ver el esperpento electoralista del Gobierno social-podemita de Sánchez, que es  el comunicado enviado al Gobierno de Castilla y León con ocasión de la propuesta de un consejero sobre el aborto. Ay, el aborto. Una cierta derecha hizo de él el eje de toda una ética y hasta de toda religión, y la izquierda ha hecho del mismo todo un derecho fundamental y el eje y signo de toda una política de progreso y de futuro. Ni una cosa ni otra.

El aborto voluntario no es un derecho fundamental, al carecer de calificación moral suficiente, y solo puede llamarse derecho en relación con la ley positiva de cada Estado. Dentro de un siglo, aparecerá como una vergüenza social que los contemporáneos no supimos prever, atajar o remediar; algo así como nos parece a nosotros la esclavitud o la trata de negros de siglos pasados.

La doctrina jurídica actual, de tradición liberal individualista, contempla el nasciturus como un mero bien jurídico, con cierta tutela legal, dependiente de la mujer, dependiente de su libertad, que puede expulsarlo a voluntad del sistema jurídico y biológico, con el  poder soberano de  administrar la vida y la muerte.

Con menos contemplaciones a veces que con una planta o un animal, y, no digamos, un aninal protegido.

El aborto ha llegado a ser expresión suprema de un llamado derecho femenino, de un derecho que parece separado del derecho común, como si la mujer estuviera sola en el mundo, como si el nasciturus fuera solo propiedad exclusiva de la mujer.

Cierto que en una ley ideal sobre la vida, la procreación, la familia, sería muy difícil no conceder alguna excepción  legal a ciertos estados de necesidad, a ciertas situaciones trágicas, lo que casi todo el mundo podría entender en casos de conflicto entre dos vidas, violación…

Pero no podemos dar por buerna sin más esa doctrina del mero bien jurídico dependiente, cuando ese sintagma abstracto se traduce por un ser vivo, por otro humano, que acaba siendo mera víctima del disfrute de un derecho.

Y, dejando la dimensión jurídica del caso, lo que me parece increíble en una sociedad democrática, que se fatiga cada día hablando de derechos, de ecología, de la sociedad de cuidados, de la diversidad funcional e intelectual, de la protección de los seres más frágiles y débiles de la creación…, es dar por bueno el estado actual de cosas, con millones y millones de casos de abortos legales, incluso de fetos capaces para la vida, a veces sin la más mínima reflexión crítica y autocrítica sobre tan dramática situación. ¿Cómo?: hasta dando muestras de indiferencia cuando no de satisfacción y ventura ante todo lo que sucede. Y pobre, o maldito, de quien levante la voz y ponga en duda, con cualquier  señal que sea, la normalidad, la licitud y el derecho del aborto.

No creo que a tales progresistas insensibles les conmueva ni mucho ni poco que les digan que los más perjudicados son los no nacidos pobres, y las mujeres no nacidas; que el aborto ciega la sensibilidad de las personas; que es el signo del individualismo más posesivo, o el impedimento supremo para una nueva civilización…

Pero nadie podrá negar el cinismo existente en una sociedad, que quiere cararacterizarse por su compromiso social y político en la universalización del respeto de la vida humana, y se abstiene, como mínimo, de reaccionar, de una u otra forma, ante la producción social de la muerte masiva de seres que podrían haber vivido.

No creo que esa pasividad social, esa indiferencia, esa quasi aceptación de ese mal, o desgracia, sufrimiento o fracaso -que todo eso suele reconocerse en el aborto-, de ese abandono a su suerte, a la extinción, a la muerte, de los sujetos más frágiles, dependientes e inhábiles, sea muy coherente con el horizonte utópico, impulsor, de la dignificación y protección de todas las vidas de la creación; de esa universalización de la vida plena, que es, hoy en día, el santo y seña de las sociedades, que llamamos más avanzadas, progresivas, democráticas y humanistas.

 

«Ladrón de bicicletas»

 

                   En la espiéndida serie  de películas que 13-Televisión-COPE nos ha ido ofreciendo, todos los viernes de la semana, desde el comienzo de curso, pudimos ver ayer uno de los capolavori del neorrealismo italiano, titulado en su original Ladri di biciclete (1948), como en la novela original de Luigi Bartolini (1945), que la inspiró, adaptada  al cine por el genio de Cesare Zavattini y dirigida después por el genio de Vittorio de Sica. Con Roma, cittá aperta (1945), de Rosellinim, y La Strada (1954), de Fellini, son mis tres preferidas de esa Edad de oro del cine italiano.

Llegué a Roma diez años más tarde, en plena vigencia del movimiento cultural, expresión de una realidad posbélica de la Italia derrotada, en los años del hambre y en los primeros avances de  reconstrucción y restauración, en un país partido caso en dos entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista más otras fuerzas de izquierda, amenazado durante decenios por el terrorismo anarquista y de extrema izquierda y derecha. Me suenan cerrcanos los lugares de la película: el túnel del Giannicolo, Piazza Vittorio Emanuelle, Porta Portese, Lungotevere… No se me hacen muy lejanos, aunque, al final de los cincuenta, Italia comenzaba a  ser otra cosa, los episodios del sindicato católico, la casa de lenocinio, el comedor religioso de los pobres, la influencia de magos y adivinos, la recogida de la basura, la suciedad de calles y plazas, la prevalencia de la bicicleta frente a los autobuses abigarrados, la expansión desoladora de los barrios…

El neorrealismo, en el cine como en la literatura, es esa forma de ver la realidad errante y oscilante, que opera por bloques y con nexos deliberadamente débiles y acontecimientos flotantes. Errante, oscilante, débil y flotante es ese inolvidable protagonista (Antonio Ricci), interpretado por un no profesional, y su hijo (Bruno Ricci), ese niño ya prodigioso en la historia del cine, elegido por De Sica por su manera de andar. Historia del robo de una bicicleta, un medio, sine quo non, para poder trabajar de fijacarteles un pobre parado, cuya familia ha empeñado las sábanas de la cama para poder rescatarla de un empeño anterior. Antonio ve al joven ladrón, pero en el laberinto del tráfico de Roma no puede detenerlo. Todo el resto de la película es la búsqueda angustiosa de esa bicicleta y del ladrón, real o supuesto, de la misma. Nunca se buscó algo en la vida del cine durante tanto tiempo, con tal pasión, con tal angustia, como que la vida del padre y del hijo se convierte en una maratón continua por toda la ciudad en su búsqueda, con las más variadas y peligrosas peripecias.

Fallidos todos los intentos, y visto, como apunta André Bazin, que los pobres se ven obligados a robar a los pobres, Antonio cae, después de vueltas y vueltas, de silencios y silencios, en la tentación de hacer lo mismo que han hecho con él. Con un muy distinto resultado: le cercan y le detienen pronto, y, aunque se compadecen de él y le dejan marchar, el hombre pobre acaba siendo un pobre hombre, un ladrón vulgar delante de todos, y delante sobre todo de su hijo, que deja de ser, en ese momento, el héroe y mártir que era, para acabar siendo un delincuente más, befado, insultado, golpeado públicamente por todo un grupo de gente. Ese apretón final de manos entre padre e hijo, que vuelven cabizbajos hacia su pobre piso de barrio, no es tal vez un contacto paterno-filial de mutuo apoyo, o el gesto animoso del hijo hacia un padre acabado, sino la expresión de una simple camadería de quien ha dejado de admirar, tras la trapisonda, a quien hasta hace poco era para él un modelo de vida.

Contradiciendo a Montesquieu

 

Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador, y estando unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor.

Así escribe Charles Louis de Secondat, señor de La Brède y barón de Montesquieu (1689-1755), en su libro  De l´´Ésprit des Lois, referente universal sobre la división de poderes y la democracia.

¿Qué diríamos si el Gobierno de cada país eligiera la mayoría de los diputados, o si los jueces eligieran la mayoría de esos mismos diputados, o la mayoría de los ministros del Gobierno, incluido a veces el ministro de Justicia?