Cada día estamos más cerca del cesarismo, de la vulneración de las reglas de juego y de la colonización de las instituciones. De la instalación del clientelismo y de la retórica frentista. El CIS, por ejemplo, se ha convertido en una agencia de intoxicación en vez de fuente de información. Acaban de forzar la dimisión del presidente de RTVE y de elegir a dedo de la mayoría relativa su sustituta, para dirigir la máquina electoral. Cuesta encontrar un organismo público que no tenga desnaturalizada -es decir, violentada- su vocación de servicio público. Vivimos ya desde hace tiempo un clima electoralista, donde la realidad se confunde con la propaganda, creando expectativas que el Gobierno no puede luego concretar. Menos de dos millones de familias han logrado beneficiarse del bono social, cuando el cálculo inicial era llegar a los cinco millones. Y lo mismo ha ocurrido con la implantación del ingreso mínimo vital. La inflación está disparando la recaudación, asfixiando las clases medias, mientras el Gobierno se niega a deflactar el IRPF. Prefiere el recurso peronista de ofrecer recursos, propios o ajenos, a sus partidos clientalares y a sus clientes políticos, para que se lo devuelvan en votos, aunque engorde hasta extremos nunca conocidos la deuda pública. Al mismo tiempo avanza la demonización del adversario político, convertido en enemigo: medios de comunicación no afines, citados por su nombre; empesarios, otrora amigos, ahora expuestos al ludibrio público, citados por su nombre igualmente, y sobre todo los líderes de los partidos de oposición, tratados mucho peor que los independentistas convictos y confesos de Cataluña o los herederos de ETA de Euskadi. Nos inunda una retórica de resentimiento social, que arruina todo intento de convivencia. Y este resentimiento lo trasladan a la historia con una antihistórica ley de Memoria, que nutra a la vez nuestro presente y nuestro futuro.