Corona-virus (Una vuelta al «Libro de Job») (I y II)

 

        CORONAVIRUS

(Una vuelta al Libro de Job)

 

En otros, benditos, tiempos,
hubiéramos salido en procesión masiva,
hubiéramos sacado por las calles las Vírgenes locales ,
los venerados Santocristos de la Semana Santa
y hubiéramos hecho rogativas populares,
cantando con fervor  las viejas letanías:

A peste, fame et bello
-Liberanos, Domine.

A subitánea et improvisa morte
-Liberanos, Domine.

Peccatores
-Te togamus, audinos.

Ut nobis parcas
-Te rogamus, audinos.

Ut nobis indulgeas
-Te rogamus, audi nos.

Pero ya en el siglo cuarto antes de Cristo,
muchos siglos antes
de los teólogos liberales,
de los exégetas de la historia de las formas,
de los ateos humanistas de nuestros días,
esa joya de la literatura hebrea,
que es el Libro de Job,
nos dejó este alado y veraz testimonio:

Te pido auxilio y no respondes,
me presento y no haces caso.
Te has vuelto cruel conmigo,
tu fuerte mano se ceba en mí.
Me haces cabalgar sobre el viento,
sacudido a merced del huracán.
Sé que me devuelves a la muerte,
al lugar donde se citan los vivientes. [30, 20-23]

Un hombre íntegro y recto,
temeroso de Dios y apartado del mal
es el que grita e impreca:
ha perdido  de golpe hijos y bienes
y la peste le devora.
Convertido en refrán de la gente,
la aflicción consume sus ojos,
sus miembros son como sombra,
llama al sepulcro padre mío
y a los gusanos madre y hermanos.

Y este treno final, que hace temblar la historia:

Ojalá que alguien me escuchara.
¡He dicho mi última palabra!
A Yahvé le  toca responder. [31, 35]

¿Pero habló acaso a la ligera el censor de Yahvé?
Después de oír al Dios omnipotente,
se dió cuenta Job de que éste todo lo podía
y de que era capaz de cualquier proyecto.
Pero ¿habló sin pensar de maravillas
que le superaban  e ignoraba?
Lo cierto es que Job acabó arrepentido,
echado en el polvo y la ceniza. [42, 2-6]

¿Quién había leído, en serio, entre nosotros
el Libro de Job?

Es verdad que, siglos más tarde,
Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios,
nos reveló un Padre celestial,
Padre-Madre bueno y generoso,
a quien pedir, a quien buscar, a quien llamar
en todo momento y situación.
Pero el duro mensaje de Job
no quedó, ni mucho menos, desfasado.

Los teólogos más despiertos,
antes y después del Concilio Vaticano Segundo,
nos enseñaron solícitos
la plena autonomía del mundo,
de un mundo autónomo,
con sus leyes implacables,
sus azares injustos,
sus virus virulentos y virales.
Y la plena autonomía del hombre,
capaz de las más repugnantes fechorías,
no enviadas ni queridas por Dios.
Por eso redoblamos, a lo largo de la vida,
la lucha infatigable por la paz y justicia en el orbe,
por la armónica acción universal
en contra de todas las catástrofes:

A peste, fame et bello
-Liberemus omnes nos.

Muchos de los que, niños aún,
llevaban el farol en las viejas rogativas
no han rezado un solo padrenuestro
durante la peste actual del COVID-19.

Acaso, libres como son,
se han tomado muy en serio
la autonomía del mundo.
Pero otros muchos también
que creemos en esa autonomía
y a la vez en el Dios creador del universo,
o de los varios universos,
el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo,
a quien cada día veneramos,
a quien cada día invocamos,
le pediremos un día humildemente
igual que Job, pero con más confianza-,
cuenta de de ese tremendo secreto:
ese secreto nunca revelado,
que conturbó las mentes
geniales de Newton, Leibnitz o Pascal
y de  tantos hombres, ilustres o no,
de nuestro tiempo.

¿No había modelo mejor de autonomía?
¿No había vida autónoma del mundo
sin tantos sufrimientos,
sin tantas injusticias,
sin tantas variedades de enfermedad y muerte?
¿Era necesario el coronavirus
para dejar patente

la magnitud de Dios,
el poderío del mal,
la finitud del hombre?

En tiempos de los recios profetas,
de Jeremías o Ezequiel,
las numerosas y solitarias muertes
de la actual pandemia
habrían sido el justo
castigo de Yahvé a su pueblo preferido
por sus mil idolatrías.
Pero al día de hoy,
¿quién podría albergar concepto tan mezquino
y tan injusto
sobre el Dios del Nuevo Testamento?

Discípulos de Kant, pensamos firmemente
que el mal endémico del mundo
postula otra existencia, otra vida mejor,
que pueda equilibrar
las seculares,

innumerables,
injusticias de la historia.
No pueden quedar sin más,
en la lúgubre sima del olvido o del absurdo
tanta muerte prematura,
tanta vida dolorida,
tanto horror,
tanto penar
-tanta peste, guerra y hambre-,
tanta víctima en cualquier
rincón del mundo.

Alguien me dirá tal vez, sensato:
¿qué es toda una vida humana,
unos meses, unos años
del peor de los tormentos
comparado con la dulce, feliz eternidad?
Los sufrimientos del tiempo presente
-escribe Pablo de Tarso-
no son comparables
con la gloria que un día se mostrará en nosotros.

Pero queda todavía sin respuesta
la amarga y juiciosa pregunta de Job.