Cuarto domingo de Cuaresma

 

Jn 9, 1-17

Al pasar Jesús por una calle
de la ciudad santa,

vio  a un ciego acurrucado en su yacija.
El ciego no le vio ni le pidió,
como otros, el milagro,

pero el Maestro, una vez más,
se compadeció de su infortunio.
Escupió esta vez en la tierra que pisaba
y con el barro blando
-símbolo de la ceguera-
le untó los ojos ciegos
y le mandó a lavarlos
a la piscina de Siloé,
en el lado suroeste
de la colina oriental de la ciudad.
El ciego creyó y obedeció
y, al volver donde el Maestro,
veía ya la luz de la mañana.

Y corrió la voz de que Jesús de Nazaret,
que era la Luz del mundo,
daba luz a los ciegos,
anunciando así
la alegre noticia del Reino.