Cuarto domingo de Cuaresma

 

Los ciegos ven…

Mc 8, 22-26; 10, 46-52; Jn 9, 1-47

 

Fue Jesús en barca hasta Betsaida,
aldea de pescadores, luego puerto de la ciudad romana,
reconstruida por el tetrarca Filipos.
Le presentaron un ciego a fin de curarle.
Jesús le sacó fuera del poblado
y, tras ponerle saliva en los ojos,
le impuso las manos y le preguntó directo:
¿Ves algo?
-Veo a los hombres como árboles que andan.
Volvió a ponerle las manos en los ojos 

y el ciego vio entonces de lejos con claridad todas las cosas.

(La saliva -Jesús le escupe directamente a los ojos-
y el modo de curar en dos momentos esta vez
les evoca a ciertos exégetas
los célebres relatos sanadores en el conocido santuario de Epidauro.
Ni Jesús ni el ciego dicen, ni antes ni después, una sola palabra.
Nadie muestra asombro y menos entusiasmo.
Además de un léxico distinto,
todo da a entender que se trata
de un núcleo histórico,
desarrollado luego por una lenta tradición oral
y escrito al fin por la mano y mente teológicas de Marcos).

***

Cuando subía Jesús de Jericó a Jerusalén
por la empinada calzada romana,
acompañado por sus discípulos y una grana muchedumbre,
estaba un mendigo ciego, Bertimeo, hijo de Timeo,
bien apostado en la vía para su oficio.

(Es la vez primera que el evangelista Marcos
cita el nombre de alguien curado por Jesús).

Y al paso del Maestro, el ciego empezó a gritar :
-¡Hijo de David, Jesús, te compasión de mí!
Algunos le increpaban, pero él volvía a gritar lo mismo.

(Es un título inédito en todos los relatos milagrosos de los cuatro Evangelios.
Probablemente, hacía alusión a Salomón,
el Hijo de David, con fama de gran sanador y exorcista).

Jesús le hizo llamar,
y Bartimeo, arrojando el manto, de un brinco  vino junto a él.
¿Qué quieres que te haga?
-Rabbuní (Maestro), ¡que vea!
-Vete, tu fe te ha salvado.
Y el ciego  recobró la vista,
y le siguió por el camino.

(Todo da a entender
que el hecho se remonta al histórico Jesús).

***

En el capítulo nueve del evangelio de Juan,
quizás durante la fiesta de los Tabernáculos,
Jesús encuentra a un ciego de nacimiento.
Hace un poco de barro con la saliva y unta con él sus ojos
y le manda ir a lavarse y  limpiarse a la piscina de Siloé.

A lo que sigue una áspera disputa del ciego y sus padres
con un furibundo grupo de fariseos
sobre el prodigio llevado a cabo

y sobre la infracción del precepto sabático.
El ciego, maltratado y arrojado por aquellos,
defiende a capa y espada
el signo, la señal, la obra buena de Jesús
como venida de Dios.
El Maestro encuentra después al ciego agradecido:
-¿Tú crees en el Hijo del Hombre?
-¿Y quién es, Señor, para que crea en él?
-Le has visto: el que habla contigo.
-¡Creo, Señor!

El teólogo Juan resumió así su mensaje:
Para un juicio he venido a este mundo,
para que los que no ven vean
y los que ven se vuelvan ciegos.

(Tal vez, en esta singular teología joánica,
un ciego de nacimiento simboliza mejor
una humanidad nacida en plena oscuridad,
necesitada de un rayo célico de luz).

(Todos los pormenores del rico relato
nos llevan a una histórica tradición primitiva).