Pensábamos dedicar este sábado a nuestra anual excursión por entre los viñedos riojanos, pero vamos viendo, ya entrados en Tierra Estella, que las viñas de todas las especies están tan verdes como en el mes de junio o de julio. Así que decidimos visitar Codés y darnos una vuelta por los alrededores. Qué buena ocasión para almorzar en el atrio exterior del monasterio de Azuelo, bajo los peñascales amurallados del monte Yoar (1387 m.), que hace tiempo no visitamos. Uno de aquellos primitivos cenobios levantados en en el norte de Hispania, donde se refugiaron también monjes, clérigos y laicos del Sur, que, con las reliquias de los mártires, llegaron huyendo de la morisma. Y allá que nos vamos.
Hace sol, es decir, el sol nos hace, y también un viento fino, que mueve los molinos que tenemos delante sobre Cerro Figueras. El rodal de acacias que nos da sombra está tan lozano como en primavera. Los monjes que habitaron el primer cenobio, del que no sabemos nada, tenían a sus pies el río Linares, más caudaloso seguramente que hoy, y los regatos El Paso y El Hundido, además de las fuentes aledañas La Calzada y La Huerta de los frailes, que habla por sí sola. En la entrada del sur una pequeña placa recuerda la celebración del milenario, en la que me tocó estar, ya que de lo poco que sabemos, sabemos que el cenobio aparece en una donación hecha por el rey Sancho Abarca el el año 992, siendo abad Eximinus (Jimeno), a quien Dios guarde.
Una señora, que ha subido desde el pueblo recogiendo nueces de los nogales del camino, pega la hebra con nosotros y nos ponemos a hablar de la joyita del monasterio románico, que es la iglesia local, y del pueblo. Es cuñada de aquel buen amigo mío José Manuel, que fue alcalde del lugar, y cuya blanca y alta casa natal me muestra desde allí. El pueblo ha pasado desde los casi 300 habitantes en 1900 a los 26 en 2022, No hay niños, pero acaba de abrirse un bar. Los alados molinos se les han aparecido en el cielo. Andan estos días los paisanos de estos pueblos intentando que se haga una relación de los pisos vacíos y que se alquilen o se compren a fin de ir corrigiendo y compensando la despoblación de la zona. Por similar motivo, las villas de Aguilar y Azuelo estuvieron unidas durante varios siglos.
Desde Azuelo subimos al santuario de Codés, hoy todo rodeado de coches, mesas con algunas personas en el atrio exterior y el comedor lleno de montañeros que han recorrido esta mañana el macizo y de paisanos de la comarca y de fuera de ella. Esta vez no buscamos los interiores del robledal y elegimos una de las muchas mesas de piedra de la parte alta. Después de la siesta, y de camino hacia Meano, paseamos la larga calle horizontal de Aguilar, que es la calle alta y mayor, verdadero caballo orográfico transversal, en el que cabalgan los aguilarenses o aventones, que pasaron, en las mismas fechas antes citadas, de 546 a 72 habitantes. Son bien visibles los restos del viejo recinto rectangular defensivo.La más reciente hilada de casas, a orillas de la carretera, resguardada del cierzo, nunca quiso emular a la primitiva. Aguilar, al que que se le unió en fechas más recientes de Codés para identificarlo mejor, es un soberbio mirador sobre el valle del río citado y frente a los gigantes de viento del monte Las Llanas.
De Aguilar, remontándonos hasta las fuentes del Linares, también llamado Salado, que se abre a los pies de la sierra Ochonda, seguimos hasta Meano, sin detenernos en Lapoblación, que visitamos hace poco. Son paisajes solitarios, crudos, altos, crecidos de pinos, robles y molinos de viento, que nos parecen siempre lejanos.
Meano es el último testigo de Navarra, lindante con la Rioja alavesa, concejo del ayuntamiento de Lapoblación, pero, curiosamente, más poblado, y sede física de su ayuntamiento. Está un poco subido en el arranque de la sierra peñascosa de Cantabria y no lejos de la Peña de La Población, vulgarmente llamada El León dormido, que, según de donde se le mire, parece a veces El León al acecho. Millones de fotografías aprovechan decenas de combinaciones de los dos último poblados occidentales de Navarra con su encrespada y abrupta orografía. Muchas de ellas dan un poco de miedo.
Meano tiene una parte alta y otra baja, con un anchurón en medio, una iglesia entre el XIII y el XVI, y una casa rural que se llama Atalaya, porque es en verdad toda una atalaya fronteriza sobre la Rioja alavesa y la riojana. A la entrada al caserío está apenas estrenado un enorme frontón que parece hecho para que jueguen todos los pelotaris de los pueblos circundantes.
Meano es también todo un nudo de comunicaciones. Pero nosotros, con la noche a punto de envolvernos, volvemos por el mismo camino, que a estas horas parece de alta montaña.